Capítulo XXVIII

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Dion

Deposité la mochila en el suelo al mismo tiempo en que Waldo se dejaba caer en la cama como si de un peso muerto se tratara. Chasqueé la lengua, le ordené que se quitara los zapatos para no ensuciar mi edredón y me senté en la silla. La hice girar sobre su propio eje hasta que mi mejor amigo entró en mi campo de visión.
   Estaba sonriendo con malicia. A esas alturas ya reconocía todos sus gestos y entendí que sus pensamientos estaban única y exclusivamente enfocados en cierto chico medio coreano que, durante los últimos meses, no había hecho sino causarme cientos quebraderos de cabeza.

   —¿Qué? —le pregunté.
   —Estás empezando a ablandarte con él —respondió como si fuera lo más maravilloso del mundo.

    Fruncí el ceño. No tenía nada de maravilloso. Y, además, yo no me estaba ablandando con Simon.

   —¿No tienes otra casa en la que molestar? —le espeté con mofa. Me incliné para agarrar el perro de peluche que descansaba a la orilla de la cama y le golpeé en el estómago con él.

   Se encogió y pegó un grito de dolor antes de agarrar un cojín.

   —Sí, pero es más satisfactorio molestarte a ti —dijo mientras me golpeaba en la cara con la pequeña almohada—. Por cierto, qué peluche tan tierno. ¿Ahora te gustan los perritos, Dioncín?
   —Es del idiota. Lo habrá traído su chucho mientras jugaba con él —mascullé en un gruñido.
   —Oye, no le digas chucho al precioso Vaivén.

   Me arrebató el peluche, se lo llevó al pecho y se tumbó de nuevo en la cama, con la mirada perdida en algún punto del techo. Su rostro todavía guardaba esa sonrisa maliciosa que tanto detestaba.
   Suspiré, rendido, y me pasé la mano por el rostro en un gesto cansado. Escuché un silbido procedente de mi teléfono móvil, por lo que lo saqué del bolsillo trasero de mi pantalón para mirar quién me había mensajeado.
  
Saimon
Hoy tenemos clase, ¿no?

   Estuve a punto de responder a su pregunta. Y digo a punto porque justo Waldo decidió que era una gran idea lanzarme el peluche a la cara. Me puse en pie de golpe y me abalancé sobre él para propinarle una buena paliza que lo dejara noqueado por un tiempo. Realmente necesitaba descansar. No solo de Simon, sino también de mi mejor amigo, quien se empeñaba en hacer que el chico de primero se acercara cada vez más a nosotros. O, mejor dicho, en hacer que nosotros nos apegáramos más a él y a sus extravagantes amigos.
   Estaba harto.

   —¿Dion? —escuché una voz que se me hizo muy familiar.

   El sonido fue casi opacado por los agudos gritos de Waldo, quien intentaba quitarme de encima suya, pero pude percibirlo y saber de dónde provenía. Miré la pantalla del móvil y vi que el nombre “Saimon” ocupaba toda la pantalla.
   Tenía dos opciones: contestar para hacer evidente mi error, o colgar lo más rápido posible.
   Esas elecciones, no obstante, se fueron al traste cuando mi mejor amigo consiguió arrebatarme el móvil en un momento de fluctuación por mi parte y respondió con excesiva alegría.

   —¡Simon, hola!
   —Juro que te voy a matar, Waldo Roberto Rodríguez —mascullé entre dientes.

   Waldo dio un giro dramático de ciento ochenta grados y me fulminó con la mirada. Si hubiera tenido una melena tan larga que le llegara hasta el trasero, habría sido la mejor escena de telenovela jamás vista en televisión.
   Se acercó a mí, me tendió el móvil y se echó la mochila al hombro.

   —Estaré en tu cocina cuando tengas ganas de disculparte por eso que acabas de hacer. Quedas avisado —me advirtió a la par que me daba un par de toques en el pecho con su dedo índice.

Simon diceWhere stories live. Discover now