Novena sesión con el doctor Cantú

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El doctor Cantú se detiene delante de la puerta de la habitación ciento cinco. Observa las páginas vacías de su bloc de notas color amarillo. Se acomoda los lentes, subiéndolos al tope de su tabique, y piensa en media docena de cosas que preferiría estar haciendo en un sábado por la mañana.

Suspira, desganado.

Luego recuerda sus clases de ética profesional, y decide que tiene que encontrar la fuerza de voluntad necesaria para lidiar con la apatía, aparentemente infinita, de Eva de los Llanos.

En sus casi diez años de experiencia, el doctor Cantú —Mauricio para sus colegas, Mau para sus amigos— ha aprendido que una de las grandes desventajas de trabajar para un hospital privado, es tener que lidiar con pacientes adinerados: sus tendencias a creerse más expertos que los médicos, el modo en que la mayoría ningunea al personal del hospital y esa obstinación absurda respecto a su salud, son cosas a las que no cree poder acostumbrarse nunca.

A pesar de considerarse un veterano curtido en cuanto a altanerías se refiere, esta es la primera vez que Mauricio se siente al borde de tirar la toalla con un paciente; lleva ocho visitas y hasta ahora no ha logrado que Eva le dirija la palabra una sola vez.

Mauricio suspira de nuevo. Sabe que no puede rendirse porque tiene una misión que cumplir, pero, ay, cómo le encantaría cobrarle algún favor a un colega y dejarle el paquete que es Eva de los Llanos.

Hasta ahora, lo único que sabe sobre su paciente, es lo que el traumatólogo redactó en su informe oficial y lo que le dijo en persona cuando le entregó el caso para revisión: la evidencia parece indicar que Eva intentó suicidarse estrellando el auto de su papá; como consecuencia del impacto, llegó con fracturas múltiples, laceraciones y golpes severos en distintas partes del cuerpo. El problema más grave, sin embargo, era que había atropellado a un chico de quince años que se encontraba gravemente herido.

La tarea de Mauricio era evaluarla para determinar los pormenores del incidente; su diagnóstico ayudaría a precisar si la joven era un peligro para sí misma o para los demás.

Mauricio respira pausadamente —como le enseñan en la clase de yoga a la que ha estado asistiendo por dos meses— y se arma de valor para cruzar el umbral que hasta ahora solamente ha sido preludio de una larga y aburrida hora de silencio.

—¿Cómo te sientes hoy? —Mauricio usa el tono más suave que su voz, naturalmente profunda, le permite.

Eva mira el techo con tanto interés, que él se siente compelido a hacer lo mismo; no, en definitiva no hay nada de Siqueiros ni de Tamayo en esos brochazos blancos.

Su mirada regresa hacia su paciente; ella sigue mirando el techo.

—¿Eva?

—Rota —responde ella con esa voz ronca que es característica de quien no hablado por largo tiempo.

—Ya estás en vías de enmendación —Es lo único que atina a decir él, descontrolado ante la sorpresa.

«Ah, Mau, ¿qué clase de respuesta es esa?», se reprende inmediatamente.

—Las enfermeras creen que mi cabeza está más rota que mis huesos —Eva sigue mirando el techo—. Les encanta hablar de mí cuando creen que estoy dormida.

Mauricio vuelve a mirar el techo, reconociendo que se trata de un condicionamiento, una imitación del comportamiento de su paciente y no de un deseo ferviente de encontrar algo interesante en él.

—Ya hay apuestas respecto a usted y a mí, doc —La respiración de Eva se agita un poco—. Algunos dicen que me van a mandar a confinación psiquiátrica cuando ya pueda estar en silla de ruedas; otros dicen que seré el fin de su carrera.

—No deberías prestarle atención a los rumores que corren por estos pasillos —responde él, rindiéndose una vez más con el misterio del techo para regresar la vista hacia su paciente.

Mientras ella sigue absorta en algún lugar abstracto de su cabeza, él la observa detenidamente, preguntándose cómo una persona tan pequeña en estructura puede estar ocasionándole una catástrofe profesional de semejantes proporciones.

—¿Entonces, usted va a enmendarme? —Eva por fin baja la cabeza, la ladea y clava sus ojos negros en él; midiéndolo, quizás incluso retándolo.

—Yo no creo que estés rota de aquí —asegura él, tocándose la sien derecha con el dedo índice—. Cuando dije que estabas en vías de enmendación me refería estrictamente a tus huesos.

Eva mira el colorido estampado de la cortina que divide su espacio del que pertenecía a la otra paciente que estuvo en la habitación hasta el día anterior.

—Estoy aquí para ayudarte —Se apresura Mauricio, temiendo perder la atención de Eva.

—Las apuestas van aproximadamente tres a uno en su contra, doc. Al parecer usted también necesita de mi ayuda.

Mauricio aprieta los labios, intentando dibujar en ellos una sonrisa, pero no lo logra.

Eva suspira y voltea de nuevo hacia él, esta vez ladeando la cabeza hacia la derecha. Sus cabellos negros, lacios y gruesos resbalan, apartándose de su cara. Desde ese ángulo Mauricio puede apreciar el lado izquierdo de la cabeza de su paciente; esa parte en la que los doctores tuvieron que rasurar el cabello para poder suturar la herida del cráneo, ocasionada por uno de los cristales rotos; las demás heridas causadas por esos cristales, están repartidas por su mejilla, su nariz y su brazo izquierdo.

No es la primera vez que el doctor Cantú piensa que Eva debió ser muy bonita antes del choque y se pregunta en silencio si volverá a serlo cuando sus heridas hayan cicatrizado.

«Por lo menos el derrame del ojo izquierdo comienza a ceder», piensa.

Eva baja la mirada hacia su cuerpo. Mauricio reconoce esa postura; la ha visto en repetidas ocasiones en sus pacientes: Eva probablemente encuentra sus ciento sesenta centímetros de estatura más cortos que nunca, como resultado del yeso que cubre su pierna derecha de ingle a pie. La férula que inmoviliza su brazo y muñeca del mismo hemisferio quizás no le hace sentir más pequeña, pero seguramente sí muy inútil.

Mauricio observa la herida de la operación en la que le pusieron clavos de acero inoxidable en el área cercana a la muñeca.

«Tanta fragilidad, tanto daño externo; el daño interno tendría que ser por lo menos comparable a eso», piensa y siente un poco de culpa de haber experimentado tanta frustración en las ocho sesiones anteriores; entiende repentinamente, que había estado acudiendo a esta habitación con la actitud equivocada, con una empatía fingida.

Mauricio regresa la mirada hacia los ojos de su paciente, quien a su vez, lo mira fijamente.

—¿Qué fecha es hoy? —pregunta Eva.

—Once de junio —responde él de manera automática, después de haberla escrito media docena de veces desde que inició el día.

—Es un excelente día para comenzar —Eva se aclara la garganta con cierta dificultad—. Nadie tiene su dinero puesto para hoy. ¿Qué quiere saber? —pregunta.

—Necesito saber qué fue lo que pasó la noche que llegaste al hospital.

—No es tan simple, doc, para ello tendría que contarle todo lo que sucedió antes. Tendría que contarle sobre Toronto; tendría que contarle también sobre tantas personas: mi familia, Camilo, Ana, Sofía... —Eva se queda en silencio repentinamente, como si se hubiera detenido justo antes de pronunciar un nombre prohibido.

—Entonces cuéntame —Mauricio acerca la silla de metal que se encuentra del lado derecho de la cama y toma asiento—. Si algo tenemos de sobra, es tiempo.

—Es una historia larga —Eva suspira, arruga la frente, mueve la cabeza en forma negativa—. No sabría por dónde comenzar.

—Eso no importa. Dime lo que hay en tu mente ahora, ya luego iremos poniendo cada pieza en su lugar.

—De acuerdo, doc —responde ella, manteniendo las cejas muy juntas—, pero quiero que conste que usted insistió.

Sólo a ella | #PGP2024Where stories live. Discover now