Capítulo 32: Un whisky con la abuela Margarita

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El reto más grande de regresar a casa, fue fingir que seguía siendo la misma persona que fui antes de marcharme, pero en cuestión de horas comencé a sentirme como pez fuera del agua; ajena a mi propia familia.

Al entrar por primera vez en mi vieja habitación, sentí un desapego tremendo: si bien había permanecido intacta durante mi ausencia, no lograba reconocerme en ella. Además, me sentía asfixiar entre el exceso de gente, el movimiento constante y el ruido incesante de la casa de mis padres.

Durante las posadas, misas y demás compromisos a los que asistimos durante la semana previa a Navidad, estuve presente a medias, con la mente y el corazón todavía en Toronto. Mis primos y tíos preguntaban cómo me había ido y yo daba respuestas extremadamente vagas, limitándome únicamente a contarles que la ciudad era ajetreada, que el frío era brutal o que la escuela era bellísima.

Cuando por fin llegó la tradicional fiesta navideña, pasé la primera parte de la noche intentando huir de la abuela Margarita a como diera lugar, porque sabía que era la única persona en el universo que podía leerme como un libro abierto.

Entonces fui a parar al rincón de los fumadores. Este era un pequeño grupo compuesto por tres de mis primos, quienes habían tomado el vicio un par de años atrás, y desde entonces habían sido segregados del resto de la familia; nadie los quería tener cerca porque olían espantoso, y a ellos no les molestaba permanecer en un mismo rincón, fuera cual fuere la ocasión de reunión del clan.

Lo que más me gustaba de los fumadores era que no hacían preguntas. Es más, casi ni hablaban; pasar tiempo con ellos me permitía estar sola con mis pensamientos y, al mismo tiempo, fingir que estaba ocupada.

—¿Y tú, ya te crees muy canadiense? —La voz y el tono de mi abuela me sobresaltaron—. ¿O como por qué no me has saludado en toda la noche?

—Hola, abue, ¿cómo estás? —Le dije, con la mirada en mi vaso, en la alberca, en el suelo; en cualquier lado excepto sus ojos.

Mi abuela me hizo conversación ligera por unos minutos y yo seguía sin poder mirarla. Entonces me tomó del brazo y me condujo hacia la casa bajo pretextos de que le enseñara a jugar La serpiente en su teléfono.

Entramos al estudio de mi papá y cerró la puerta.

—Siéntate —dijo, señalando el sofá de piel.

Se acercó a la vitrina en la que mi papá tenía sus licores más finos y sirvió dos vasos de whisky escocés The Macallan, su favorito.

—¿Dónde está tu teléfono?

—No te traje aquí por el teléfono, a mí ¿qué rayos me va a importar la serpiente esa? —Se acercó y me entregó uno de los vasos—. Te arrastré aquí con mentiras para tenerte a solas —Se sentó.

Yo sentía el corazón en mis oídos.

—Quiero que te sinceres conmigo.

Bebí y la dejé continuar.

—Entiendo que hayas pensado que esconderte era la respuesta. Eso lo tomo como un halago, porque significa que sabes bien que no soy ciega como el resto de estos bobos.

Un nudo se formó en mi garganta y ya no pude beber más.

—Lo que me ofende un poco, es que no hayas considerado la posibilidad de simplemente venir a mí y contármelo.

No me atreví a hablar. ¿Había entendido qué era lo que me tenía así con cinco minutos y una conversación superficial?

—Entiendo que tengas miedo, Eva, pero a estas alturas ya deberías saber que siempre voy a apoyarte.

Sólo a ella | #PGP2024Where stories live. Discover now