Capítulo 1: Camilo

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Supongo que debería comenzar con Camilo.

Camilo es importante en este relato y es, en gran parte, la razón de que me encuentre aquí en estos momentos. Pero antes de llegar a ese detalle, déjeme contarle sobre él, sobre nosotros; no quisiera que se malinterpretaran sus intenciones. Créame cuando le digo que no es mala persona, simplemente está muy confundido.

A ver, ¿cuál es el principio?

Camilo y yo nos conocimos en el último grado de preparatoria en el Colegio San Cristóbal Magallanes, cuando fue transferido desde nuestra escuela hermana en Monterrey. Yo tenía diecisiete años y él dieciocho.

Supe que terminaría enamorándome de él desde el momento en que puso el primer pie en el aula: tenía un rostro de niño bueno oculto detrás de un aspecto rudo y un tanto descuidado.

Sus ojos color azabache parecían bastante traviesos, a pesar de haber estado escudriñando los alrededores con una expresión de desconfianza, debajo de unas cejas gruesas que se encontraban muy juntas.

Sus cabellos, húmedos y parados hacia el cielo, daban la impresión de haber sido peinados con cuidado y atención, contrastando con su desaliñada barba de tres días que tenía parches de piel carentes de vello.

Su rostro entero era una contradicción bellísima que me pareció irresistible.

Y para rematar: era alto y atlético.

Después de examinar cuidadosamente el aula, caminó directamente hacia mí —casi como si un imán lo estuviese atrayendo— jaló una silla y se sentó a mi lado.

Si esta historia se tratase únicamente de él, le contaría a detalle los dos meses siguientes y las cosas que hicimos para conquistarnos el uno al otro, porque fue extremadamente divertido y romántico, pero dado que Camilo es solamente un engrane en este relajito que involucra a mucha más gente, voy a saltarme esa parte.

El primer lunes que entramos a la escuela tomados de la mano, me convertí en la envidia de mis compañeras, quienes no se cansaban de repetirme que era una suertuda. ¿Y cómo no? El muchacho era estudiante modelo, deportista talentoso y líder nato. Además, era divertido hasta el tuétano, lo que le hizo popular, de manera casi instantánea.

Por razones que escapaban a mi entendimiento, Camilo estaba fascinado conmigo a pesar de ser irreverente, simple y, a veces, despiadada. Se divertía con mis incoherencias, se enamoraba de mis muecas y tomaba a modo de reto los momentos en que se me metía el demonio y comenzaba a renegar de Dios, la iglesia y el clero.

Nunca pareció incomodarle que yo no perteneciera a ninguna selección deportiva —el boliche no figuraba entre las disciplinas académicas— o que fuera supersticiosa y creyera en las señales del universo.

En mis peores momentos me llamaba pagana o hereje, pero su fe nunca se veía afectada por mi escepticismo.

Al terminar el bachillerato, decidimos estudiar nuestras carreras en la misma universidad porque eso nos permitiría vernos todos los días aunque cursáramos carreras diferentes.

Yo quería estudiar Arquitectura, más por salirme del huacal de abogados que tenía en casa que por verdadera convicción; él quería estudiar Negocios Internacionales para cumplir con los deberes de un digno heredero de la galletera Sauri, fundada por su abuelo y solidificada como un negocio competente por su papá, quien le había prometido pasarle la batuta apenas se graduara de la universidad.

Esa era la prioridad número uno de Camilo: lograr que la galletera de su familia alcanzara fama a nivel nacional; la prioridad número dos, era un futuro que incluyera un nosotros.

Camilo lo quería todo: matrimonio, casa, hijos, dos perros y un patio enorme en el cual hacer carnes asadas los domingos; a mí no me disgustaba ese sueño, pero nunca fue el mío.

Durante nuestros años universitarios, Camilo y yo desarrollamos una rutina tan bien establecida, que ya parecíamos un matrimonio.

Todos los días, alrededor de las seis y media de la mañana, pasaba por mí en la camioneta de su papá, me daba el beso de los buenos días, y yo le entregaba un café mientras me tomaba el mío. Veinte minutos después, al llegar a la escuela, me acompañaba a la puerta de mi aula antes de irse a la suya.

Durante el día intentábamos vernos en las pausas entre clases; a veces se podía, a veces no. Lo que no fallaba era encontrar tiempo para comer juntos.

Al final del día nos encontrábamos en la cafetería. Quien terminase primero sus clases esperaba al otro, y entonces nos íbamos a su casa a hacer las tareas.

Camilo tenía entrenamiento con la selección de baloncesto los martes y los jueves. Sus partidos eran los sábados a las siete de la noche. Yo no faltaba ni a sus entrenamientos ni a sus partidos, fuesen amistosos u oficiales. Cuando había demasiada carga de trabajo, me llevaba la laptop conmigo y hacía la tarea desde las gradas. En muchas ocasiones eran sus tareas las que hacía mientras él encestaba puntos para la selección universitaria.

A pesar de lo demandantes que eran nuestras carreras, Camilo y yo lográbamos encontrar tiempo en la semana para ir a cenar, al cine o a bailar; difícilmente sucedían las tres cosas en la misma semana, pero no pasaba una sola sin que hiciésemos algo divertido como pareja, más que como equipo de trabajo interdisciplinario.

¿Qué puedo decirle, doc? Estaba convencida de que era feliz con Camilo; eso hasta que se me metió el diablo, como era costumbre, y todo lo que habíamos construido juntos, comenzó a caerse en pedazos.

Sólo a ella | #PGP2024Where stories live. Discover now