Capítulo 5: Ana

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Ana no es solamente mi mejor amiga, es mi única amiga.

Nos conocimos en la primaria y estudiamos juntas desde entonces, pero apenas nos hicimos amigas en el último año de la preparatoria. Pero para comprender la naturaleza de nuestra relación, tenemos que irnos un poco más atrás:

Como ya sabe, yo crecí en un ambiente rebosado de gente y ruido. Mis tres hermanos se aseguraban de que recibiera jugosas raciones diarias de travesuras, burlas y maldades; pero como el destino no puede ser lo suficientemente precavido, decidió enviarme más tortura en forma de primos: diez de ellos por el lado paterno y cinco por el materno.

Cada fin de semana veía, por lo menos, a una fracción de ellos; en cada celebración, me tocaba la dicha de convivir con el paquete completo. Y en un día normal, entre semana, no era del todo raro que alguna de las hermanas de mi mamá llegara a visitar por la tarde, trayendo consigo a sus engendros del mal.

Por donde volteara, siempre había con quien correr, contra quien competir o de quien huir después de haberle hecho alguna maldad. Por eso nunca me vi en la necesidad de socializar más allá de mi círculo familiar.

Fuera de casa lo único que quería era tener un poco de paz.

Pero no me malinterprete, tampoco es como que fuera una sociopata en potencia. En la escuela sí platicaba, jugaba y convivía con mis compañeros, la cuestión es que no daba pie a que ninguna niña se sintiera lo suficientemente cercana a mí, como para querer pasar tiempo conmigo fuera de horarios académicos.

Ana es el extremo opuesto: es hija única, de padres que a su vez fueron hijos únicos, por lo cual no tiene tíos ni primos. Lo más cercano que tiene a un primo es Esteban, el ahijado de sus papás.

Cualquiera pensaría que alguien que no tenía con quién jugar en casa, se vería en la necesidad de llenar tanto vacío con amistades, pero Ana se deleitaba en su soledad. Ana creció con juegos de mesa para un jugador, compitiendo en deportes individuales y enriqueciendo su mente con el buen hábito de la lectura.

Estas características la habían convertido ante mis ojos, en la materialización de la compañera perfecta para realizar trabajos de equipo. En las ocasiones en las que nos había tocado desarrollar algún proyecto juntas, ni ella ni yo nos distraíamos con la idea de ir a jugar; no, ambas queríamos hacer la tarea y luego poder continuar con nuestras respectivas soledades.

Con la llegada de la adolescencia, las demás niñas del salón se dividieron en subgrupos de cuatro o cinco integrantes, excluyéndonos de sus microcosmos sociales tanto como les fuera humanamente posible.

Nos invitaban a sus fiestas únicamente porque sus padres las obligaban, y aunque ni Ana ni yo queríamos asistir a éstas, terminábamos haciéndolo porque nuestros respectivos padres nos obligaban.

Invariablemente, Ana y yo terminábamos padeciendo la ocasión juntas porque éramos las únicas que no tenían con quien más hacerlo. No teníamos nada en común, pero prefería sentarme a su lado en silencio, que intentar sobrevivir a las conversaciones del resto de los invitados.

Eventualmente, ambas desarrollamos una cierta afinidad y gusto por la otra, nos sentábamos juntas en el salón de clases, comíamos juntas durante la pausa, pero nunca tuvimos la necesidad de buscarnos de manera espontánea fuera de la escuela.

Cuando comenzó la preparatoria nos acercamos más. Ambas estábamos conscientes de que éramos un excelente equipo de trabajo y que la otra nunca reclamaría atención, llamadas telefónicas frecuentes o ser la primera persona en enterarse de lo que sucedía en la vida de la otra.

Sólo a ella | #PGP2024Where stories live. Discover now