Capítulo 11: Tres gorditos bigotones

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Los siguientes diez días se fueron en un abrir y cerrar de ojos. Fue como si me hubiera acostado a dormir la noche del veinticinco de diciembre y hubiera abierto los ojos a las cinco de la mañana del cuatro de enero, con mi maleta ya empacada, y mis papás listos para llevarme al aeropuerto.

Cuando bajé las escaleras, las gemelas estaban en la sala, medio adormiladas y con poca consciencia de lo que estaba sucediendo. Cada una me dio un abrazo, pero ninguna dijo gran cosa. Me desearon suerte y casi puedo asegurar que Renata dijo que me extrañaría, pero intenté no reparar demasiado en sus palabras, no quería llorar.

Mientras me despedía de ellas, mi papá había bajado mi equipaje y lo había colocado en el maletero de su auto; el Civic, por supuesto, porque su Jaguar deportivo de colección solamente tenía capacidad para dos personas.

Mi mamá bajó las escaleras momentos después, les dio algunas indicaciones a las gemelas y luego me apresuró hacia el auto. Abrió la portezuela del lado del copiloto con sumo cuidado de no rozar el Jaguar.

Fue entonces, cuando estuve en el asiento trasero del auto, que el viaje me pareció mas real que nunca; inminente. El nudo que había vivido en la boca de mi estómago durante semanas, ahora se había movido hacia mi esófago y amenazaba con manifestarse por vías del llanto... o quizás algo más repulsivo.

Cuando dejamos el estacionamiento, contemplé la fachada de la casa. Las gemelas estaban detrás de las cortinas, mirando por la ventana y agitando las manos de un lado a otro. Era imposible que me distinguiesen detrás del polarizado del Civic, pero entendí el sentimiento y correspondí moviendo también la mano de un lado a otro efusivamente. No me hubiera costado nada bajar el vidrio para que me vieran, pero temía que el nudo en mi garganta se transformase en un llanto incontrolable.

Pronto nos alejamos y ya no pude verlas.

La ciudad distaba mucho de estar despierta; el iluminado público se perdía entre los tonos grisáceos previos al alba. En la calle sólo se encontraban los madrugadores que salían a correr y los taxistas. Algunas panaderías comenzaban a abrir; uno que otro viejito tempranero había abierto su puerta para barrer su acera.

Con la ventaja del escaso tráfico vial de la hora, los semáforos nos cedieron el paso en cada encuentro y antes de lo que hubiera esperado, ya estábamos en la avenida que llevaba al aeropuerto.

Los tramites siguientes se me fueron, también en un abrir y cerrar de ojos: estacionar el auto, bajar la maleta, llegar a la terminal; documentar, obtener mi pase de abordar, ir a la sala de espera. En un santiamén, ya estaba contando los minutos para despedirme de mis papás y pasar por la revisión de seguridad.

Fue más o menos entonces que a Camilo se le ocurrió materializarse.

Cursi, como podía ser cuando se lo proponía, llegó acompañado por un trío. Cuando me identificó en la distancia, apresuró a los músicos hacia nosotros.

—¡Ahí, ahí! Ella es la que se me va. ¡Échenle pulmón!

Al ver a los tres gorditos bigotones vestidos de guayabera blanca, pantalones y huaraches del mismo color, cargando sus guitarras y corriendo hacia mí, intenté esconder mi rostro y entonces me encontré con la mirada emocionada de mi mamá y el enfado evidente de mi papá.

«¡Trágame, tierra! ¡Trágame, tierra! ¡Trágame, tierra!», repetí en silencio media docena de veces, pero el milagro de la combustión espontánea no se me cumplió.

Camilo se plantó frente a nosotros. El trío de gorditos se detuvo unos pasos detrás de él, preparándose para comenzar a cantar.

No puedo recordar la lista de boleros que Camilo y sus gorditos me cantaron; pues mientras ellos se gastaban el gaznate en su idea absurda de romanticismo, yo recitaba mentalmente una vasta cantidad de injurias en su contra y la de su parentela completa.

Cuando por fin acabaron con mi tortura, Camilo se acercó a uno de los gorditos y le dijo algo que no pude escuchar. Los tres hombres retrocedieron silenciosamente hacia la salida más cercana para esperarlo.

Camilo saludó a mi mamá con un abrazo y un beso en la mejilla.

—Doña Silvia.

Luego miró a mi papá, midiendo si debía extender la mano o no, optando por limitarse a asentir respetuosamente.

—Don Gustavo.

Mi mamá estaba en lágrimas y había recibido el saludo gustosamente; mi papá, en cambio, asintió muy ligeramente.

—Eva —Camilo por fin me miró—, no puedo dejar que te vayas sin decirte que no me importa lo que pase este año; aquí voy a estar. Te voy a esperar. Sé que cuando estés lista vas a regresar y vamos a casarnos y tener hijos y haremos realidad todo eso que habíamos planeado desde hace tiempo —Se detuvo únicamente porque sus pulmones no pudieron dar más, pero cuando recuperó el aliento no continuó.

Entonces entendí que estaba esperando una respuesta.

Me quedé en silencio. Miré a mis papás, ellos no dejaban de vernos; mi mamá, con los ojos llenos de ilusión; mi papá, con franco desprecio hacia Camilo.

—Mira, Camilo... —Hice una pausa, intentando comprarme unos instantes para domar al dragón que se había despertado en mi interior, y así poder responderle de manera respetuosa, pero mi mente se quedó en blanco.

—No digas nada —Se apresuró él, salvándonos a ambos de mi ira—. Sólo quería que supieras que voy a estar esperando tu regreso, eso es todo —Se dio vuelta y se apresuró hacia la salida en la cual le aguardaban los músicos.

Mi mamá se acercó para darme un abrazo, secándose las mejillas; más parecía haberla conmovido el teatrito de mi exnovio, que la idea de mi partida. Mi papá mantenía su expresión de piedra.

Una voz casi ininteligible rompió el silencio incómodo, anunciando mi vuelo y solamente pude sentir alivio.

Le di un abrazo muy breve a mi mamá y uno aún más breve a mi papá, me eché la mochila al hombro y me dirigí al área de revisión de seguridad con toda la prisa que me permitió la maleta.

Sólo a ella | #PGP2024Where stories live. Discover now