Capítulo 40: El gemelo malvado del Botija

257 31 58
                                    

Tres días después de que mi orientación sexual se convirtiera en el chisme del momento, Lourdes, la asistente del rector, irrumpió en el aula en la que estaba tomando mi segunda clase.

Después de solicitarle al profesor que me disculpara, me escoltó hacia la oficina de su jefe, el padre Molina.

Aquí, permítame hacer un breve paréntesis para explicarle que el padre Molina y yo no éramos extraños. Él y mi papá llevaban ya una amistad de décadas y él era un personaje bastante presente en el día a día de mi familia.

Cuando mi papá y su asociado inauguraron su despacho, fue el padre Molina quien bendijo sus oficinas; el padre Molina también fue quien casó a Gustavo y a Mildred, y quien bautizó a mi sobrino Gus. El padre Molina era además, un invitado frecuente de mis papás al recalentado de ocasiones especiales como Navidad, Año Nuevo o el Día de Reyes.

A pesar de conocerlo bien, solamente había visitado su oficina en las contadas ocasiones, en las que el padre quería mandarle algún recado informal a mi papá y ya había agotado otras formas de comunicación con él, como: llamarle a su despacho, a su celular y a la casa. Sin embargo, ninguna de esas visitas había sido tan protocolaria como la de ese día.

Mientras caminábamos hacia el edificio administrativo, comencé a presentir lo peor. Un estudiante no era llamado a la oficina del rector de manera arbitraria; si la razón de requerir mi presencia hubiese sido un problema académico, estaría siendo acompañada a la oficina del ingeniero López, el director de carreras.

El rector tardó veinte minutos en recibirme y durante ese tiempo agonicé en la duda de sus razones para querer verme, padeciendo cada minuto de mi estancia en aquella recepción sombría y casi tenebrosa.

El gran ventanal que se encontraba a espaldas del escritorio de Lourdes siempre tenía la persiana a medio cerrar, bañando la oficina con una escasa luz grisácea sin importar la hora del día; ahí dentro se vivía una especie de crepúsculo infinito.

El escritorio de Lourdes era probablemente más viejo que yo, pero era el único mueble viejo en la sala de espera; eso me hacía pensar que debía tener algún significado especial para el padre Molina, porque el resto de la decoración era bastante moderna.

El sofá de piel era de estilo italiano, mientras que la mesa de centro hecha de granito le daba un aspecto casi sofisticado a ese lugar tan lúgubre. La abundancia de plantas, por otro lado, me parecía el vano intento de Lourdes por combatir el ambiente estéril que imperaba en esa sala de espera.

Al tomar asiento en el sofá, uno se veía confrontado por tres grandes fotografías que adornaban la pared opuesta: la del Papa, la del padre Montiel, fundador de los Misioneros por la Sangre de Nuestro Señor, y la del padre Molina; no por ser el rector, sino por haber sido el fundador de la universidad.

El día en que el padre se retire, esa foto seguirá ahí y él será venerado por los miembros de la escuela, casi tanto como los otros dos hombres que le hacen compañía en esa pared.

El padre Molina abrió su puerta y me pidió que pasara. Obedecí, pero lo hice muy lentamente.

El padre Molina era un hombre obeso, cuyo rostro y nivel de calvicie, me hacían pensar en Edgar Vivar; de niña, solía creer que era el gemelo malvado del Botija. Contrario a lo que el resto de mi familia sentía por él, el padre Molina solamente me provocaba desconfianza.

Su actitud pedante, además, apelaba a mi rechazo inmediato. En mi mente no había cabida para un sacerdote que no practicaba la humildad que exigía de los demás; esa que, según ellos, siempre caracterizó a Jesús.

La oficina del padre era tan ostentosa y opulenta como su personalidad. Sus muebles estaban construidos con maderas reales: cedro, roble, nogal. Sus sillas eran de piel; la suya en particular era tan grande, que asemejaba una especie de trono moderno.

Sólo a ella | #PGP2024Where stories live. Discover now