Capítulo 22: El monstruo de los ojos verdes

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Los siguientes días, con todo y sus noches, los pasé pensando en ella. Cuando estábamos juntas, me ponía tan nerviosa, que me volvía torpe y temblorosa; cuando no, me la pasaba extrañándola, fantaseando con ella, soñando con ella... siempre en escenarios que no serían aptos para menores de edad.

Esa fue la época en la que no tuve valor para aparecerme en misa. No hubiera tenido cara para ver al padre Carson; no con la cantidad de fantasías sexuales lésbicas que ocupaban mi mente las veinticuatro horas del día.

El día en que entregamos el proyecto, Hope se colgó de mi brazo mientras nos retirábamos del aula. Ana hacía eso constantemente, pero ella nunca había provocado que mi corazón diera brincos mientras corría a paso acelerado, algo así como un antílope desbocado.

—¿A dónde me vas a llevar? —Levantó las cejas repetidamente.

—A donde tú quieras —respondí, fingiendo una valentía que no poseía; rogando que no notara mi nerviosismo.

—¿A dónde van? —Sebastián se acercó, emocionado.

Alex venía detrás de él. Al detenernos para esperarlos, Hope soltó mi brazo y se alejó un paso; mi corazón regresó a su latir normal.

—A tomar una cerveza para celebrar que ya se acabó esta tortura, ¿quieren venir? —pregunté.

—¿Tortura? Pero si se suponía que este era la evento que te cambiaría el vida, ¿no? —Se burló Alex.

Hope me miró, preguntándome en silencio a qué se refería.

—No le hagas caso —respondí, comenzando a caminar aunque desconocíamos el rumbo que tomaríamos—. Se burla de mí porque creo en las señales.

—¿En qué señales?

—Es una larga historia —Sebastián se acercó a ella, la tomó del brazo y comenzaron a caminar—. Te la cuento camino al bar.

«Ese era mi lugar», pensé, mirando a Sebastián con rencor. Ahora mi corazón caminaba lento y pesado, como el paso de una tortuga gigante de Aldabra.

A un par de cuadras de la escuela, se encontraba una taberna bastante pequeña cuya música y atmósfera llamaban mi atención cuando caminaba por ahí. A esas horas del día estaba casi vacía, así que resultó muy fácil convencer a los demás de entrar a tomarnos una cerveza.

Estuvimos ahí platicando por varias horas, hasta que, con la caída de la noche, tomó lugar una invasión masiva de estudiantes. Pronto se volvió imposible escuchar lo que el otro estaba diciendo, y cada viaje a la barra para ordenar una cerveza, se convertía en una odisea.

Era hora de mudar nuestra noche de copas a otro lugar; aprovechando que tenía las inhibiciones un tanto alcoholizadas, comencé a expresar abiertamente mi teoría personal de que la única forma de lograr relajación verdadera era dejando el alma en una pista de baile.

—No estoy dispuesto a pisar un club hetero —dijo Sebastián, categóricamente.

—¿Por qué no? —Hope estaba sorprendida.

—Para ti quizás no sea una experiencia negativa, pero para mí es una tortura estar entre tanto hombre que tiene ganas de golpearme.

—Estás en Canadá —Hope se encogió de hombros, como quien está recalcando lo que es evidente—. Aquí nadie te maltrataría.

—Puede ser —respondió él—, pero me la estoy pasando bien y no quiero arriesgarme a que alguien me arruine la noche.

—Entonces vamos al calle Church —sugirió Alex.

Sólo a ella | #PGP2024Where stories live. Discover now