Capítulo 41: A la derecha del padre

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Antes de iniciar la última clase del día, Lourdes se me apareció nuevamente cual fantasma chocarrero, causándome el mismo terror que si de un ánima se hubiese tratado.

—El padre Molina quiere que vayas a su oficina —dijo, con esa actitud de superioridad característica de los asistentes que están convencidos de tener el mismo nivel de poder que sus jefes.

Una vez más, el padre me tuvo esperando antes de atenderme; el tiempo avanzaba tan lentamente en aquella sala de espera tortuosa, que hubiera jurado que mi reloj se había descompuesto.

Quienquiera que estaba entreteniendo al padre Molina, tampoco estaba feliz de estar en su oficina; el tono de las voces fue escalando, hasta que con bastante miedo, estuve segura de reconocer ambas. Una, por supuesto era la del padre Molina; la otra, era inconfundiblemente la de mi papá.

Me puse de pie para marcharme pero Lourdes se me adelantó, levantando el auricular para avisarle al padre de mi intento de huida.

La puerta del despacho se abrió de súbito.

—¡Eva, espera! —El rector estaba parado en el umbral—. Ven, es necesario que hablemos.

—No voy a entrar ahí —Todas mis fuerzas estaban concentradas en no delatar el temblor de mi voz.

—Tu papá está aquí.

—Lo sé. Por eso me niego a entrar.

—Eva, estás en más problemas de lo que imaginas. Entra al despacho o tendrás una carta administrativa.

—No puede ponerme una carta administrativa por negarme a entrar a una reunión sobre un problema de índole personal —Mi voz tembló un poco más.

—Pero sí puedo darte una por insubordinación; por negarte a cumplir una petición de un miembro de la facultad.

—Una orden —interrumpí, descubriendo que ahora mi voz se escuchaba relajada aunque no lo estuviera.

—¿Qué dijiste? —preguntó.

Me había escuchado a la perfección, pero estaba retándome a tener el valor de sostener mi atrevimiento.

—Que lo suyo es una orden —respondí—, no una petición.

—Llámale como quieras, el resultado es el mismo: carta administrativa si desobedeces.

Sin más alternativa, acepté el escenario infalible que se avecinaba. Mis pasos fueron lentos y arrastrados; a pesar de ello, no pude atrasar la siguiente entrega del drama familiar por mucho tiempo.

En el interior de la oficina, mi papá daba vueltas de un lado a otro como un león enjaulado. Al verme entrar, se detuvo, tomando una pose que me hizo pensar en las cabezas de dragón que usaban las antiguas embarcaciones nórdicas: los ojos enormes y enrojecidos de ira, las fosas nasales expandiéndose con cada inhalación, la cabeza inclinada hacia adelante.

Sin armadura ni escudo ni espada para defenderme, di un sólo paso y me detuve. El padre Molina posó su mano derecha en mi espalda, justo entre mis omóplatos, y con apenas un poco de fuerza, me empujó hacia las fauces del recinto.

—Siéntate, Eva —El sacerdote señaló la silla mientras tomaba asiento en su trono personal.

Hubiera querido responder que no, que parada al pie de la puerta estaba bien, pero sabía que delatar una mala actitud no sería la mejor manera de comenzar una conversación que estaba destinada a ir por mal camino.

Me senté y esperé.

Mi papá se cruzó de brazos, permaneciendo a la derecha del padre. Ahí estaba una vez más, la ironía bíblica que anunciaba la gravedad de lo que vendría después.

Sólo a ella | #PGP2024Where stories live. Discover now