Capítulo 35: El retiro en Celestún

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Por lo menos un par de veces cada semestre, la universidad organizaba eventos para recaudar fondos destinados a causas de índole religiosa, por ejemplo: apoyar en la renovación de una iglesia en alguna comunidad indígena, llevar recursos a algún orfanato a cargo de monjas o cubrir los gastos de transportación, alojamiento y comida a la nueva generación de misioneros —estudiantes que se ofrecían como voluntarios para llevar «la palabra» a los pueblos más recónditos de la península.

Para que uno de éstos eventos resultase exitoso, se requería la participación de los alumnos y el libre acceso que muchos de ellos tenían a las cuentas bancarias de sus padres.

No me mal entienda, si el evento era para llevarle comida a los pobres o ropa a los niños, yo no dudaba en participar; pero cuando se trataba de apoyo a las misiones, encontraba el modo de zafarme, puesto que las consideraba una causa absurda: en primer lugar, porque la religión alcanzó esas zonas marginadas desde hace décadas; hasta el pueblo más pequeño tiene una parroquia y un sacerdote. En segundo lugar, porque estos son muchachos que no saben nada de nada, que se aprenden de memoria un guión y aunque sus intenciones puedan ser las mejores, siguen siendo niños privilegiados tratando de enseñarles a familias pobres cómo vivir sus vidas.

Pero ya me desvié del tema, como siempre.

El punto era que hacia finales de febrero la universidad organizó un evento de recaudación de fondos en Celestún. El formato que se había elegido para esa ocasión era un retiro de fin de semana en un hotel, que dicho sea de paso, le pertenecía a un exalumno de la universidad.

En la explanada del hotel se colocarían quioscos que ofrecerían diversos productos y servicios. «Las actividades espirituales del retiro serán gratuitas», explicaba el panfleto que recibí unos días antes del evento, «pero la estancia, los alimentos y las actividades alternativas tendrán que ser cubiertas por los alumnos», decía el pedazo de papel.

Además, apelaban a esa majestuosa culpa católica que logra milagros: «¡Ayúdanos! Recuerda que el dinero que se recaude estará destinado a la renovación de la iglesia de la localidad».

Mis papás eran entusiastas incorregibles que apoyaban cualquier causa sin importar su finalidad, por ello evité mencionar el evento y me encargué de romper el panfleto antes de llegar a casa. Jamás conté con que el padre Molina, el rector de la universidad, le dijera personalmente a mi papá sobre el retiro.

Fue así como terminé hospedada en el hotel Eco Paradise Celestún durante un fin de semana entero, junto con un montón de alumnos ultrareligiosos. La ocupación entera del hotel era nuestra; un aproximado de mil quinientos alumnos de las carreras industriales.

El primer día del evento me paseé por los quioscos: algunos ofrecían comidas y bebidas, otros vendían productos como camisetas, gorras, chamarras, termos o bolígrafos con la insignia de la universidad; otros más, tenían juegos, como en la feria. Los coordinadores de carrera se encargaban de animarnos a acercarnos a consumir lo que fuera que éstos ofrecieran, o a capturarnos para obligarnos a participar en las actividades espirituales. Fue así como la mañana se me consumió entre: Traficantes de Biblias, Coronemos al Rey y El Juego del Nombre.

Cuando mi paciencia por fin se agotó, decidí que era hora de poner a prueba una teoría que había estado cocinando por varias horas: que no habían suficientes coordinadores de carrera no bastaban para mantenernos vigilarnos y que al personal del hotel no le importaría si alguno de nosotros se escapaba del retiro.

Unas horas antes de que el sol cayera, logré escabullirme; primero hacia la playa, y luego, caminando por la costa, logré alejarme hasta llegar a un muelle solitario.

Sólo a ella | #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora