Capítulo 30: Virus de amor

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—¿Por qué tardaste tanto? —preguntó Sebastián antes de terminar de abrir la puerta—. ¡Mira como vienes! ¡Pasa! No te quedes allá afuera.

Sostuvo la puerta. Entré, pero no quise dar más de dos pasos. Una cosa era dejar un reguero en el piso de un establecimiento de bebidas alcohólicas y otra muy distinta, darle más quehaceres a una de las personas más amables que conocía.

Sebastián cerró la puerta y corrió al baño. Regresó con una toalla enorme y me envolvió en ella. Me jaló contra él y comenzó a apretujarme.

—¿Qué te pasó? Pareces recién regresada de una abducción alienígena.

—Estoy segura de que nunca has conocido a alguien que haya sido secuestrado por extraterrestres —respondí sin humor.

—Y aún así, puedo apostar que tienen mejor pinta y olor que tú —Mientras decía eso último, me fue conduciendo hacia el baño, encendió la luz y me empujó, no muy gentilmente, hacia adentro—. ¡Desnúdate!

—No eres mi tipo —dije, esforzándome por sonreír.

Si Sebastián me escuchó, decidió ignorarme olímpicamente; desapareció sin decir palabra. Cuando regresó, me entregó unas pijamas, tomó mis ropas mojadas y las lanzó dentro de la lavadora que estaba junto a nosotros en el baño.

Luego me condujo a la sala, me envolvió con su edredón y me empujó gentilmente sobre su sofá, antes de desaparer nuevamente. Le escuché dar vueltas por la cocina, sacar platos y cubiertos. Cuando regresó, sostenía una taza en una mano y en la otra, un plato con galletas.

Tomé la taza entre mis manos y la sostuve muy cerca de mi boca, inhalando el delicioso olor a café con esencia de almendras. Sebastián desapareció por tercera vez; entonces escuché el blip-blip de los botones de su teléfono.

—Sí, ya llegó.

Silencio.

—Mañana; ahora está agotada. ¡Avísale a Hope!

Silencio.

—Te llamo mañana.

Cuando Sebas regresó, se sentó a mi lado y me abrazó. Me acurruqué entre sus brazos sintiendo, por fin, el consuelo que había estado buscando en los lugares equivocados.

Entonces vinieron las lágrimas.

Cuando abrí los ojos ya era de día. Mi oreja derecha estaba entumida como consecuencia de las horas que había pasado aplastada contra el pecho de mi amigo. Él estaba despierto, no necesitaba verlo para comprobarlo, su respiración me lo confirmaba.

—Buenos días —Su tono era bastante alegre para haber pasado mala noche—. ¿Tienes hambre?

—No —Me envolví con el edredón y me acurruqué en el lado opuesto del sofá.

El edredón tejido tenía un olor a hogar que me hizo extrañar la casa de la abuela Margarita. Por un momento consideré seriamente la idea de quedarme ahí para siempre, en posición fetal, entre olores que lograban ponerle un alto a la carrera sin sentido en la que mi mente y mi corazón se habían enfrascado la noche anterior.

—Pues yo sí —Sebastián se puso de pie—. ¡Vamos! —Extendió la mano y me miró con ojos de perrito hambriento, dejándome sin argumentos para rechazar su invitación.

Envuelta en el edredón, le di la mano y le dejé cargar con el peso de mi alma, además del de mi cuerpo. Si era capaz de levantar semejante lastre, entonces sería merecedor de mi compañía.

Como un Hércules cualquiera, aquel flacucho me puso de pie en un movimiento que parecía no haberle costado esfuerzo alguno. Afianzada a su mano, como si de un bote salvavidas se tratase, le seguí.

Sólo a ella | #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora