Capítulo 3: El Clan De los Llanos

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La relación con mis padres siempre fue, a falta de una mejor palabra: estable. No me atrevería a calificarla de «buena», pero nunca fue mala tampoco. Mas bien era como que yo no daba demasiados problemas y ellos a cambio me dejaban ser, aunque no fuese exactamente el tipo de hija que mis padres hubieran deseado.

Permítame ahondar un poco en esto.

Tengo un hermano mayor, Gustavo; luego están las gemelas, Renata y Romina; y después estoy yo. Y en el orden de prioridades de mis papás, ocupo precisamente ese puesto: el último.

Gustavo y las gemelas siempre han seguido al pie de la letra la autoridad y las creencias de mis papás; yo, en cambio, sería millonaria si tuviera un peso por cada vez que me han dicho lo poco que encajo en mi propia familia.

Desde que era pequeña se me metió el gusano infernal de la curiosidad, y ésta me llevaba a investigar, explorar y cuestionar cosas que los demás tomaban como ciertas de manera automática. Constantemente ponía en tela de juicio lo que ellos daban por sentado.

La religión era el tema más debatido en mi niñez. Aunque seguí los sacramentos de iniciación: Confirmación, Catecismo y Primera Comunión, primero tuve que ser convencida a base de argumentos que le ganasen a mi escepticismo. Eso, como podrá imaginarse, me relegó en la competencia por la aceptación y el amor de mis padres.

Aunque, siendo completamente honestos, aquella nunca fue una carrera justa; esa competencia había sido ganada mucho antes de que yo naciera.

Gustavo es la imagen del niño perfecto: es un ser humano respetuoso, ordenado, aseado, sus modales en la mesa son impecables y no tiene un sólo vicio. Tuvo su primera novia a los veinte años; Mildred, de diecinueve. Se casaron poco después de que él cumpliera los veinticinco y tuvieron un hijo al año siguiente: Gustavo de los Llanos III.

Ahora los tres van a la misa del domingo en la misma iglesia que mis papás. Después, se van juntos a comer y platicar sobre lo que ha acontecido en los tres días que llevan sin verse. Ah, porque como el buen hijo que es, Gustavo visita a mis papás los martes y los jueves, rigurosamente, y no existe poder humano ni celestial que le haga faltar a ese compromiso.

Mi hermano tiene veintiocho años, pero si uno se fija con atención, todavía puede encontrarle el cordón umbilical enganchado a mi madre.

Las gemelas tienen veintiséis años y aún viven bajo el techo de mis papás. Durante el transcurso de la semana, los novios de ambas pasan más tiempo en la casa que yo. Algunas veces salen, pero es como si compitieran el uno contra el otro para ver cuál puede pasar más tiempo encerrado ahí con mi familia.

Al novio de Romina, Salvador, le gusta ayudar en la cocina. Se la pasa plática y plática con mi mamá mientras preparan la cena, luego él lava los trastes que usaron mientras cocinaban, le recoge la basura y le ayuda a servir la mesa.

El novio de Renata, Joaquín, disfruta jugar ajedrez con mi papá. Pasan horas encerrados en el estudio jugando, fumando puros cubanos y escuchando música de las décadas de los cincuenta y sesenta; mi papá lo quiere casi tanto como a Gustavo.

Salvador comenzó a salir con Romina cuando tenían veinte años. Joaquín llegó al año siguiente a la vida de Renata. Primer novio para cada una, por supuesto, y ambas tienen planes de casarse con ellos.

Yo, como le había dicho antes, conocí a Camilo a los diecisiete años. Mis papás pusieron el grito en el cielo cuando lo llevé a la casa por primera vez. Sin embargo, dado que Gustavo ya llevaba a Mildred y Romina ya llevaba a Salvador, no tuvieron cara para negarme el permiso de tener novio. La integridad y el sentido de equidad de ambos intercedió a mi favor; ninguno quería que el autoritarismo gobernara sus decisiones, y fue así como logré salirme con la mía.

Eso sí, mis papás no tardaron mucho en arrepentirse de la magnanimidad que les había invadido en aquel primer encuentro, pues al poco tiempo de presentar a Camilo, comencé a pedir permisos para salir.

El primer instinto de Camilo, como el niño bueno que era, había sido integrarse a la dinámica que los novios de las gemelas llevaban con mi familia, pero no se lo permití.

Ahora que lo pienso, quizás es verdad lo que todos me decían: la mala influencia en su vida, era yo.

Yo era la de las ideas de ir a sentarnos a ver el mar desde el malecón de Puerto Progreso, tomar algún tour por la ruta de las haciendas, ir a nadar a algún cenote, ir a conocer las zonas arqueológicas cercanas o ir de fin de semana a Celestún.

Era yo quien quería ir a bailar o al cine; y quien hacía grandes esfuerzos por mantenerlo fuera del círculo vicioso del Clan De los Llanos.

Mis padres padecían cada encuentro en el que les solicitaba algún permiso, pero en un hogar de abogados tenía que imperar la justicia, y dado que mis calificaciones seguían siendo buenas, los trofeos por los torneos de bolos seguían llegando a las repisas de la sala y el club lectura nunca registró una ausencia mía, ellos no tenían modo de argumentar que esa relación me estaba distrayendo o afectando mi rendimiento académico.

Los papás de Camilo frecuentaban la misma iglesia que nosotros, lo que permitía que al finalizar la misa de cada domingo, tomara lugar un breve pero sano intercambio de cordialidades entre ambas familias.

Mas o menos a un año de relación con Camilo, mis padres ya no recordaban el susto que les ocasioné aquella tarde en que se los presenté. Mi mamá le tomó un cariño especial; mi papá se reservó esa clase de estima para Joaquín, pero nunca maltrató a Camilo ni le hizo ningún desaire.

Ahora las cosas son distintas. A veces pienso que hubieran preferido que él fuera su hijo en lugar mío.

Considerando los hechos en retrospectiva, no sé decirle si tengo un deseo ferviente de ser la oveja negra de la familia o qué es lo que está mal conmigo, pero las cosas con mis papás apenas estaban comenzando a tomar un ritmo tranquilo nuevamente, cuando decidí darles el segundo gran susto de sus vidas.

Pero otra vez me estoy adelantando. Regresemos a donde estábamos.

Saber que Camilo no estaba contento con la idea de que me fuera al extranjero por un año no me detuvo de llenar y entregar la documentación requerida para solicitar el cupo en la Universidad McAllister, pero temiendo una negativa por parte de mi familia, decidí que sería mejor pedir perdón que permiso, así que comencé el trámite sin decirle palabra a nadie.

Tardé más o menos cuatro semanas en llenar los formularios pertinentes, recolectar los documentos de acreditación académica y conseguir cartas de recomendación de mis profesores.

Pasaron seis semanas más para que la Universidad McAllister me diera respuesta.

A finales de mayo, ya tenía todo listo para cursar el trimestre de invierno, que comenzaba en enero.

Seguí sin decir nada hasta junio.

Sólo a ella | #PGP2024Where stories live. Discover now