Capítulo 34: La sirena de los ojos cafés

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Corría la tercera semana del semestre, cuando Ana tuvo una idea maravillosa que me compartió mientras estábamos en la cafetería de la escuela.

—Deberíamos ir a un bar gay —dijo, con la misma naturalidad que si estuviera dándome la hora.

—¿Qué? —Me atraganté con mi soda. Pude haber apostado mi fortuna imaginaría, a que esa era una oración que mi amiga nunca antes había pronunciado.

—Sí, lo que necesitas en estos momentos es conocer gente —aseguró—. Es lo único que va a lograr que olvides a Maléfica y que dejes de flagelarte por Camilo —Ana comenzó a emocionarse con su plan—. Seguro vas a encontrar mujeres guapísimas que pensarán que el sol sale y se pone a voluntad tuya.

Reí. Sonaba como un escenario codiciable, pero poco probable.

—Seguramente —dije, utilizando mi tono más ácido—. Es más, yo creo que vamos a necesitar un guardaespaldas para quitarme de encima a los montones de mujeres que se me lanzaran.

—Anda, confía en mí. Un compañero me dijo de un lugar buenísimo para conocer gente. Se llama Conexión.

Presentí lo peor, pero no tuve corazón para romper su burbuja de jabón. Acepté su propuesta y ella, en un ataque de emoción, dijo que iríamos esa misma noche.

Esa noche descubrimos que la vida nocturna alternativa de esta ciudad se encuentra tan cuidadosamente oculta, que dar con la localización geográfica del bar, resultó mas difícil que encontrar al planeta Tierra en una foto de nuestra galaxia.

Ana y yo nos vimos en la necesidad de atravesar la ciudad entera, salir al Anillo Periférico e internarnos en calles pequeñas y oscuras, para dar con el edificio raquítico y descuidado en el que se encontraba el lugar del que le habían hablado.

El interior del lugar era diminuto y estaba repleto de hombres. Pequeños y grandotes, feos y guapos, flacos y fornidos, afeminados y varoniles... y la gama entera de las posibilidades que existen entre los extremos. Algunos bailaban sin camisa, otros llevaban alas de juguete en la espalda, otros iban muy bien vestidos... y todos, sin excepción, daban la impresión de estar divirtiéndose mucho.

Sin embargo, las pocas mujeres que alcancé a divisar entre el océano de hombres, tenían cara de pocos amigos; algunas incluso tenían más pinta de mercenarios esperando ser escogidos para una misión, que de mujeres en plan de ligue.

—Vámonos de aquí —supliqué en la oreja de mi amiga apenas a unos minutos de haber entrado al lugar.

—¡No seas cobarde! ¡Es una aventura! —gritó ella, bailando alegremente.

Durante la siguiente hora y media, hice un intento sincero por disfrutar de nuestra supuesta aventura, pero ni la música ni el ambiente del lugar terminaban de gustarme, así que volví a insistir en que nos marcháramos, y no desistí hasta que logré sacarnos de ahí.

—Vamos a tener que intentar varios bares, hasta encontrar uno que te guste —aseguró Ana mientras caminábamos hacia su auto—. Lo mismo nos pasó cuando comenzamos a ir de antro, ¿te acuerdas?

Era verdad, cuando ella, Andrés, Camilo y yo habíamos comenzado a salir a bailar, nos había tomado varios intentos encontrar un lugar en el que nos sintiéramos cómodos. Asentí, para darle un poco de paz mental, pero la realidad era que no tenía muchas esperanzas de que pudiéramos encontrar un bar gay decente en Mérida.

Subimos al auto y nos fuimos a buscar un lugar para cenar.

Algunos días después, mientras estábamos en la cafetería, sentí el peso de una mirada sobre mí. Levanté el rostro para encontrarme con unos ojos grandes color marrón que me escudriñaban entre la gente. La dueña de esos ojos tan expresivos era una chica muy guapa de piel trigueña, nariz achatada y labios ascendentes, bien definidos, de un tono cereza tan intenso, que se acercaba al púrpura. Tenía unos largos rizos negros que enmarcaban su rostro ovalado.

Me sonrió, coqueta. Y después de desvaneció tan súbitamente como había aparecido, como una sirena en medio del océano.

Quizás no había sido nada, pero bastó para tenerme una tarde entera en ascuas, dudando, preguntándome si en verdad la había visto o si se había tratado únicamente de un espejismo.

Al día siguiente estuve bien alerta, intentando dar de nuevo con esa mirada, pero nunca apareció.

Pasaron unos días más sin que la encontrara, así que decidí guardar el recuerdo de esa experiencia en el lugar especial de la memoria en el que se quedan las dudas sin resolver.

Conté nueve días hábiles hasta que una fuerza externa me obligó a levantar la mirada mientras tomaba asiento en el auditorio. El director de carreras nos había reunido ahí para contarnos sobre los eventos que se llevarían a cabo para celebrar el décimo aniversario de la fundación de la universidad.

Ahí estaban esos ojos cafés una vez más, inconfundiblemente clavados en mí. Ella sonrió, no esperó a que lo hiciese yo. El estómago se me hizo un nudo mientras mi mente escéptica planteaba las preguntas lógicas: ¿Era yo tan transparente que ella podía percibir mi homosexualidad al otro lado del auditorio? ¿Quién era? ¿Por qué no había logrado encontrarla por nueve días?

Las pruebas de sonido con el micrófono del podio, las voces y la música de elevador que siempre sonaba en el auditorio antes de comenzar un evento, se convirtieron en un murmullo; los rostros, los cuerpos y los muebles, en siluetas deformes, carentes de importancia.

—¿Eva? —Ana tocó mi brazo, regresándome de un plomazo a la realidad. Todos los sonidos y las formas regresaron a la normalidad.

—¿Qué? —Volteé hacia ella por mera inercia, no por voluntad.

—¿Dónde andas? Te hice una pregunta.

—Aquí —respondí y luego levanté el rostro buscando la mirada entre el mar de gente, temiendo que se desvaneciera como lo había hecho la primera vez. Así era—. Aquí estoy... pero creo que una chica estaba coqueteándome —Le dije a mi amiga, mientras intentaba localizar a la dueña de los ojos color marrón entre la gente.

—¿Quién? ¿Dónde? —Ana volteó, rápidamente, sin saber siquiera hacia dónde, pero tan emocionada como lo estaba yo.

—Con discreción —La reprendí, jalándola del brazo.

—¿Dónde? —preguntó de nuevo, volteando hacia mí y luego en cámara lenta en la dirección en la que yo miraba.

Me reí, negando con la cabeza. Entonces el director de carreras comenzó a hablar y nos vimos obligadas a prestar atención... o por lo menos, fingir que lo hacíamos.

Las dos horas que duró el evento, estuve escaneando el auditorio entero en busca de ella, sin éxito.

En los días subsecuentes la dueña de los ojos cafés no volvió a aparecerse, pero mis ansias de encontrarla lograron distraerme de todo lo demás; por primera vez en meses, Maléfica dejó de ocupar mis pensamientos.

La búsqueda de la chica misteriosa hizo que por primera vez viera la escuela como lo que en realidad era: un vasto océano de posibilidades.

Al cabo de unos días, mi radar interno se activó y comencé a encontrar muchas mas lesbianas de las que hubiera esperado que existieran en una universidad católica. Los puntos rojos estaban por doquier: en un gran porcentaje del club de literatura, en más de la mitad del equipo femenil de baloncesto y probablemente en el cien por ciento del equipo de futbol soccer.

De aquel nuevo descubrimiento, derivaron dos revelaciones importantes: la primera, era el alivio tremendo de confirmar que no me encontraba sola entre el océano de puritanos; la segunda, era que mi vida amorosa no había acabado el día en que Maléfica regresó con su ex.

Casi sin darme cuenta, comencé a deleitarme cuando encontraba a dos chicas intercambiando miradas coquetas o escondiéndose para hacerse cariñitos; cuando detectaba señales disimuladas pero no crípticas; cuando un sutil movimiento de la cabeza bastaba para comunicar reconocimiento y apoyo silencioso.

Y aunque no me canso de repetir que el destino tiene un sentido del humor bastante negro, lo que jamás hubiera podido imaginar, era que la segunda mujer que me robaría los suspiros llegaría a mi vida por medio de un evento organizado precisamente por mi universidad católica.

Sólo a ella | #PGP2024Nơi câu chuyện tồn tại. Hãy khám phá bây giờ