Capítulo 37: El cura y el psiquiatra

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Entré a casa para descubrir que mi mamá estaba sentada en el sofá, llorando mientras Camilo sostenía su mano y le hablaba en voz baja. Yo no podía escuchar lo que estaba diciendo. Mi papá daba vueltas de un lado al otro de la sala, tan enojado, que debí haber percibido su mala vibra desde dos calles a la redonda.

Solamente tuve unos segundos para apreciar la escena en su esplendor, ya que los tres se quedaron estáticos, mirándome, al momento en que crucé el umbral de la puerta.

—¿Qué...? —Fue lo único que alcancé a decir antes de que mi papá me jalase violentamente del brazo y me empujase hacia el sofá.

—¡Gustavo! —La voz de mi mamá fue una súplica, no un reclamo.

Fue entonces que pude ver a mi hermano y a las gemelas, sentados en la mesa del comedor en silencio. Afligidos.

—¿Qué es esto? —pregunté, asustada.

Sospechaba lo que estaba sucediendo, claro que sí. No había muchas posibilidades, viendo que Camilo estaba haciéndose el mártir con mi mamá, pero no iba a delatar nada hasta que fuera inminente.

—Sólo te voy a hacer esta pregunta una vez, Eva —El dedo índice de mi papá, se meneaba en el aire, apuntándome como un arma a punto de ser disparada.

Su voz siempre daba miedo, no necesitaba levantarla para ocasionar que su interlocutor temblara en sus cimientos; pero cuando la levantaba como en ese momento, uno podía jurar que la tierra se iba a abrir bajo sus pies.

Permanecí en silencio, no por respeto sino por terror.

—¡Y más te vale responderme con la verdad!

Volteé hacia mis hermanos; cada quien tenía la mirada fija en diferentes focos, todos evitando ver la escena de mi despellejamiento moral. Camilo estaba usando su mejor máscara de perrito regañado. Mi mamá tenía los ojos hinchados de tanto llorar.

Cuando me atreví a mirar a mi papá nuevamente, me encontré con sus ojos iracundos y sus cejas muy juntas; sus mejillas estaban rojas de furia, sus labios arrugados, mostrando los dientes como un lobo alistándose para atacar.

—¿Eres lesbiana? —Su tono comunicaba a la perfección la repulsión que le ocasionaba pronunciar esa palabra.

La casa entera estaba en silencio. Nadie se movió ni respiró.

—Sí —Me escuché decir.

Mi papá apretó la mandíbula con tal fuerza, que se hubiera requerido una palanca para abrirla. Mi mamá rompió en un llanto escandaloso que provocó que Renata se sobresaltara.

—Mañana en la mañana nos vamos a ver al padre Cauich. Y en la tarde te vas a ver al doctor Paredes.

—¿El cura y el psiquiatra? —Fue lo único que logré preguntar antes que la totalidad de su furia se desatara.

—Alguno de los dos debe tener las capacidades para curarte de lo que sea que te está pasando —dijo mi papá con una seguridad tan plena, que su ignorancia me resultó ridícula—. ¿De qué te ríes? Esto no tiene ninguna gracia. ¡Si crees que voy a tolerar este comportamiento retorcido en mi casa, estás muy equivocada!

—La homosexualidad no es una enfermedad —respondí con una insolencia tal, que no pude creer lo que escuchaba—. Ni las bendiciones del cura ni los medicamentos del psiquiatra van a quitarme esto.

—Pero claro que te van a curar. Tú no naciste siendo una aberración; tú eras normal hasta que te fuiste al extranjero. Ahí es donde aprendiste a hacer cosas que van en contra de la voluntad de Dios —El dedo índice de mi papá, dejó de apuntarme a mí para apuntar al cielo.

Sólo a ella | #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora