Capítulo 16: La chica de los cabellos eléctricos

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El jueves, nuestra tercera clase fue extremadamente divertida. La profesora, Valerie, era una mujer entrada en sus cuarenta años que tenía una gran pasión por la carrera y todo parecía indicar que su misión en la vida era transmitir esa pasión a cuanto alumno pisara su aula.

Al salir de su clase, nos fuimos a la cafetería por algo para comer y nos pasamos el tiempo desmenuzando los consejos que nos había dado.

Fue entonces que noté por primera vez la manera tan peculiar en que hablaba Alex: su acento era más marcado que el mío, se comía palabras en ciertas frases y tenía serios problemas con el género y número de los pronombres en inglés.

Bien podía referirse a «él» aunque estuviera hablando de una mujer o estar hablando de un objeto y llamarle «ella». Más de una vez se dirigió a Sebastián como «eso» y aunque al principio pensé que lo había hecho de modo despectivo, con el paso de los minutos descubrí que no era así.

Para rematar, el muchachito resultó tener los modales de un cavernícola, pero aguanté, como una verdadera guerrera, que hablase con la boca llena y casi gritando, porque cada oración que pronunciaba iba impregnada de ese conocimiento ancestral que deseaba aprender de él.

Sebastián, por otro lado, permanecía callado, comiendo con delicadeza y asintiendo de vez en cuando para demostrar que estaba de acuerdo con algunas de las cosas que Alex decía; cuando no estaba de acuerdo, dejaba sus cubiertos sobre su plato, se limpiaba los labios con su servilleta y luego hablaba con tranquilidad y elegancia. Eso, hasta que miró su reloj.

—¡Es tardísimo... tar-dí-si-mo! —dijo con un tono que rayó en un chillido, mientras se ponía de pie—. No vamos a llegar a la clase de Conceptualización del Espacio.

—Pero faltan más de diez minutos para la siguiente clase —aseguré, intentando tranquilizarlo.

—Pero la clase es en otro edificio, ¿sabes cuánto tiempo nos va a tomar llegar?

Alex y yo nos pusimos de pie a toda prisa y los tres abandonamos la cafetería corriendo. Cuando llegamos al edificio correspondiente, pedimos indicaciones en dos o tres ocasiones, hasta que por fin dimos con un salón tipo anfiteatro, un poco más grande que el que habíamos visitado el primer día.

La clase ya había comenzado, así que nos escabullimos en la fila más alta, la mas cercana a la puerta, intentando ser sigilosos.

El profesor estaba escribiendo algo en el pizarrón, debajo de su nombre, dándonos la espalda.

—Como les comentaba al inicio de la clase, no tolero la impuntualidad —Se dio vuelta y nos miró—. Así que, ustedes tres —Nos señaló—: que ésta sea la última vez.

Al momento de darse vuelta, el profesor había dejado al descubierto lo que había escrito debajo de su nombre: su sistema de calificación. En su clase, los trabajos regulares eran solamente una fracción de la nota final, el resto de ésta se obtenía con asistencia y puntualidad.

El profesor era un hombre de quizás unos cincuenta y tantos años que estaba vestido del modo en que me imaginaba a Robert Langdon en las novelas de Dan Brown. Caminó hacia el estilete que tenía a su derecha, portando la misma seriedad con la que se había dirigido a nosotros; entonces nos miró por encima de sus lentes pequeños, de cristales rectangulares.

—¿Nombres?

—Alexander Mitros —respondió Alex después de aclararse la garganta.

—Sebastián Soria.

—Eva de los Llanos.

—Solamente necesito uno de sus apellidos, señorita —se apresuró él a interrumpirme.

Sólo a ella | #PGP2024Where stories live. Discover now