Canción "Libro" en bucle y sonando (SPOKEN WORD)

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Mirando todo desde una perspectiva de positividad, yo no tuve grandes problemas ni traumas a lo largo de mi vida. Si lo miras desde una perspectiva de negatividad... no se le puede llamar existencia.
Pero en realidad, no es para tanto, estoy sobreviviendo. Muchas personas lo tienen peor y pasaron, pasan y pasarán por más. Eso sí, que el número no sea muy alto no se debe precisamente a los intentos de la gente para hacerme la vida más complicada. Si por mí o por otras personas fuera, habría sido el doble de dura.
Lo que me salvó y me está salvando, son los libros. Me permiten subirme encima de ellos y ver mi camino desde una posición privilegiada. Así, encuentro la mejor forma de llegar a mis metas sin tropezar demasiado. Aunque a veces me pregunto si el hecho de elevarme por encima de las cabezas de los demás no es ser un blanco fácil para sus celosos disparos.
Si es así, me da igual... que disparen.
A los seis años no me invitaron al cumpleaños de la niña más guapa del curso; es decir, con la que todos querían compartirás chucherías en el recreo. Lo arreglé acurrucándome en el sofá y tratando de leer "Caperucita Roja" hasta que me salía sin titubear. Mi madre me preguntó al principio si estaba bien, pero pronto se acabó refugiando en la cocina, con cascos para no oírme. Continúe así hasta que me importó más el final del cuento, que ya me sabía de memoria, antes de lo mucho que mañana me restregarían el no haber ido la fiesta.
Un día de cuando tenía siete años, hubo una gran tormenta con rayos y truenos mientras mis padres estaban fuera de cena romántica. Mi abuela estaba conmigo pero se había quedado dormida y, al no verle moverse, no me inspiraba mucha seguridad. Por eso encendí la luz y leí cinco veces en voz alta los "Tres Cerditos". Mientras, construía una casa de ladrillos con mis almohadas para protegerme del lobo que aullaba detrás de la ventana.
A los ocho años me leí "Coraline" y acabé durmiendo con todas las agujas e hilo de la casa. Tenía miedo de que mis padres se transformaran y quisieran hacerme daño cambiándome los ojos por botones. Yo no me fiaba porque ya no venían a darme las buenas noches. Estaban demasiado ocupados echándose la culpa el uno al otro de cosas que me decían que ya entendería de mayor.
A los nueve años me leí todos los libros de "Harry Potter" dos veces. Fue entonces cuando me di cuenta de que si él podía sobrevivir huérfano y con un malvado persiguiéndole, yo podía dejar de llorar porque mis padres se hubieran separado. Al principio parecía que había aún una diferencia, ya que él tenía a Ron y a Hermione para apoyarle. Bueno. Yo, separados por papel, letras e imaginación también los tenía a ellos.
A los diez años me leí "Viaje al centro de la Tierra". Julio Verne me enseñó que llorar en el núcleo de la cama y luego salir atravesando las capas de sábanas de la Tierra era cómodo. Tan solo tenía que acordarme de ponerme una sonrisa falsa y de esconder mi oscuro diario de viajes de manera que nadie lo encontrase.
A los once años me leí todos los libros de "Héroes del Olimpo" que encontré. Por fin se confirmaba mi teoría sobre que, aunque no lo parecieran, muchas de las personas que me rodeaban eran monstruos sedientos de sangre. Encontraba similitudes entre entre sus tentáculos y garras y las palabras y golpes que me dedicaban mis compañeros con todo su cariño. El problema era que, parecía que casi todos los dioses buenos se habían perdido en el camino de ese mundo al mío.
A los doce años me enamoré como nadie lo había hecho antes. O eso pensaba yo. Como cada vez que me pasaba, pasa y pasará. Me dediqué a aprenderme de memoria todos los versos de amor que Shakespeare pudo escribir. Mi garganta me dolía de tanto recitar. Mi madre intentó pararme diciendo que el amor no existía, pero sus ojos tristes me decían lo contrario. Igualmente, al estar mi voz tan ronca y rota se volvió más fácil de romper con la negativa que mi amado me dió. Quizá mi madre tenía razón al fin y al cabo.
A los trece años empecé a ver algo más que nada en mi futuro. Me recorrí con los ojos todos y cada uno de los relatos de ciencia ficción que Ray Bradbury había trazado. Su gran inventiva y su manera tan racional y a la vez absurda de actuar sobre los seres humanos me impulsó a acercarme a las ciencias. Cada vez que realizaba un examen, sus palabras estaban allí para respaldarme, sacara un tres o un nueve. Igualmente los resultados seguían sin hacer orgulloso a mi padre.
A los catorce años me paré antes de escribir el punto final de mi nota de suicidio. Me di cuenta de que me faltaba un capítulo de "Moby Dick" por leer. Cuando terminé suspiré y me acabé durmiendo en el suelo. No había nada malo en mí, al fin y al cabo. Tan solo me faltaba encontrar mi motivo, mi ballena blanca que debía perseguir de por vida.
Cuando tenga noventa y nueve años moriré. No se exactamente si tendré esos o si tendré más edad, pero estoy bastante segura de que me quedaré allí, a punto de llegar al cien. Me quedaré a punto de empezar o acabar algo, como siempre. Estaré en la cama leyendo y cuando vaya a mitad de los párrafos finales en los que matan al protagonista, me daré cuenta de que mi último suspiro va más rápido y que no llegaré a saber cómo le matan. Pero no pienso volver siendo un fantasma y averiguarlo, prefiero imaginármelo.
¿Que libro me tocará leer ahora?

CUADERNO DE BITÁCORADonde viven las historias. Descúbrelo ahora