Collar de espinas(SPOKEN WORD)

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Abro la puerta de la casa con la llave que reposa en mi mano. Es antigua, con restos de óxido a pesar de que la he estado usando mucho últimamente. Camino por el pasillo, decorado por cuadros antiguos a ambos lados.
Detrás mío, se oye a mi abuela caminando despacio. Murmura una oración. Otra de las cinco mil que pronuncia a lo largo del día. Cuando se levanta, antes de cada comida, durante misa, cada vez que entramos en el ascensor, cuando se disgusta, al irse a dormir... Es una mantra que repite cual coletilla hasta que ha llegado a formar parte de su rutina.
Pero eso no me molestan. Ella, creyente cristiana de manera incondicional. Yo, ateo reciente pero plenamente convencido.
Llevamos ya dos semanas viviendo en el mismo piso, pero no hemos tenido ni un solo problema respecto a eso. No tiene la cabeza a esta edad como para ponerse a argumentar sobre algo tan complicado como la religión. Yo tampoco tengo la necesidad de arrebatarle la fe que le hace aferrarse tanto a Dios. Porque eso es lo que hace últimamente, tratar de aferrarse a algo.
Cada vez más le sorprendo quejándose a sus amigas de su rodilla, de su espalda o lo que sea que toque ese día. Lanza quejas al aire, al espejo, a su reflejo que le devuelve la mirada cansada desde un cuerpo que se tambalea. Su marido no le acompaña desde hace más de treinta años. Su recuerdo no hace más que añadir piedras extras al peso que carga. No está tan mal, pero se siente como si estuviera fatal. Cree que le falta poco para morir, pero le consume el hecho de que falte tanto tiempo en realidad.
Por eso, cuando a través de las paredes le oigo suplicar a su ente superior compasión, tiemblo. Me extremezco por cada pregunta referente a su sufrimiento, por cada porqué sobre el destino que le marcan las nubes. Su fe es casi lo único que le mantiene cuerda, pero también lo que más le mata. Siente esta vejez como un inexplicable castigo después de tantos años de servidumbre y fe ciega. Sienten sus huesos cansados la tortura de la calle, pero ella solo cuestiona dónde está la vida eterna que le prometieron. Para mí son patrañas. Pero para ella es su realidad, su talismán salvador. El hecho de tener la fe es lo que le hace dudar y su mente se contradice a sí misma constantemente. Duele pero sana. Es extraño, ¿no?
Me dirijo a mi habitación para cambiarme de la ropa de calle a otra más cómoda, pero antes de poder quitarme siquiera la camiseta, oigo un grito en la habitación contigua. Allí está ella, mirando desconsolada el suelo.
Al principio no comprendo nada. Luego, mis ojos se dirigen a su cuello vacío y la situación cobra sentido. Ella murmura a gritos airados improperios contra los fabricantes de cuerdas no lo demasiado resistentes y contra los joyeros incompetentes. Pero pronto pasa a liberar sus verdaderos sentimientos y lamenta la rotura de uno de los recuerdos de su preciado esposo. El collar que le regaló, ahora yace a trozos encima del parquet de la habitación.
Acaba acusándose a sí misma. Incompetente, torpe, tonta, inútil saco de huesos son las palabras que utiliza. Por último, se sienta lentamente en la cama y me señala el suelo con presteza.
-Recógelos, por favor, recógelos. No quiero que se pierda ninguno- me dice mientras una lágrima asoma, cayendo para unirse al estropicio que ahora es esa joya. Me lo dice como si fueran los pedazos de su alma rota y no solo perlas y abalorios.

CUADERNO DE BITÁCORADonde viven las historias. Descúbrelo ahora