CAPÍTULO XVII

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La guarida de las arpías no era un lugar para pasar las vacaciones de verano. En las zonas más calurosas de la misma la temperatura rondaba los ocho grados centígrados, y la oscuridad que lo envolvía todo no ayudaba a darle un aspecto halagüeño.

Era una caverna de lo más desagradable. Podrías haber estado en muchas cuevas, en muchos lugares que hayas considerado horrorosos, pero no llegarían ni a la suela del zapato de la guarida de las arpías.

Las arpías, mujeres todas ellas, con un aspecto tan normal que si te las encontraras por la calle no te pararías a mirarlas, estaban reunidas alrededor de una gran roca que usaban para organizar las reuniones.

Dentro de su guarida, se mostraban en su manera más cómoda: las garras y los dientes desplegados, la ropa hecha jirones y el pelo muy despeinado. Lo que más podía asustar de ellas, sin embargo, era la mirada. Una mirada rasgada cuando se mostraban en su verdadera forma, como de reptil, que parecía capaz de atravesarte y destruir hasta tu mayor fuente de felicidad.

Una de ellas repiqueteaba con las garras sobre la piedra, aburrida ya de tanta cháchara. Era de la opinión de que debían actuar, pasara lo que pasara y fueran cuales fueran las consecuencias. Odiaba quedarse mirando sin hacer nada.

—Debemos atacar —sentenció una de ellas.

Esta arpía solía hacer las veces de "líder", siempre y cuando, claro estaba, sus hermanas le dejasen. Si éstas estaban de mal humor, se le acababa el chollo.

Aquel día se había dado cuenta de que sus hermanas habían amanecido especialmente aburridas, con lo cual había decidido que era un buen momento para incitarlas a pelear.

Hubo un siseo de aprobación.

—Nuestro último ataque fue hace poco —recalcó otra, mirándose las garras distraídamente.

—Precisamente por eso no se esperarán la nueva embestida —declamó orgullosa la "líder"—. Hermanas, siempre hemos esperado demasiado, siempre hemos respetado el pacto silencioso del tiempo. Pero somos arpías, somos la encarnación del mal, las hijas de Raura, ¡nosotras no respetamos nada más que a la hermandad!

La arpía sonrió para sí, pero no dejó que sus hermanas lo vieran en cuanto se pusieron a aullar y gritar como locas como respuesta a su discurso.

"Sólo hace falta mencionar la hermandad" pensó.

Era demasiado fácil incitarlas a creerse superiores, demasiado fácil moverlas a su voluntad. Por eso poco a poco iba creando una red de patrañas y batallas que tenían como único fin crear una monarquía dentro de su especie. Nunca antes se había dado, ya que las arpías nunca obedecían a nadie, pero su sueño, desde que era muy joven, había sido gobernar, y la idea de ser la primera reina de las arpías hacía que se le hiciera la boca agua con sólo pensar en ello.

Ella... primera soberana de las arpías, la que las había llevado a la gloria...

Y sólo lo podría lograr haciéndose con un amuleto. Un amuleto de los siete donados por los arcángeles que tan celosamente guardaban aquellos seres repugnantes. Las brujas se habían hecho con uno y desde entonces, prosperaban cada día más, y conseguían más y más poder. Y la bruja que finalmente había conseguido arrebatar el amuleto de las manos de sus defensores, se consideraba temida y admirada al mismo tiempo. Ella lo custodiaba y ella reinaba sobre las demás brujas.

La arpía quería eso para ella misma.

El de aquel grupo de chicos era el que les quedaba más cerca. Se denominaban a sí mismos "grupo dos", pero para ella nunca tendrían nombre.

Nunca valdrían nada, eran escoria comparados con las de su raza.

El ataque tendría lugar aquella misma noche. Los cogerían por sorpresa, los masacrarían, se harían con el amuleto y... ella se alzaría con el poder.

"Que empiece el juego..." pensó, relamiéndose.

Los guardianes del AmuletoWhere stories live. Discover now