CAPÍTULO XXVI

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Lamidala repiqueteaba los pies descalzos contra el azulejo gastado del recibidor de aquella mansión enorme. Hacían el mismo ruido que si hubiera ido calzada, de lo cual había pasado por falta de ganas y ahorro de esfuerzo.

A las arpías, así como a las brujas, no les gustaba arreglarse. No obstante, estas últimas no hacían nada al respecto, iban a su aire, sucias, llenas de porquería y sin peinar ni lavarse el cabello, por lo cual la mayoría de las brujas llevaban el pelo casi al cero.

Las arpías no. Su principal diversión era pasar desapercibidas entre los humanos, seducir a los hombres (o a las mujeres, según el caso) y luego asesinarlos despiadadamente, en un momento en el que nadie se lo esperara, sin dejar más rastro que una sospechosa desaparición que nunca llegaba a ser aclarada. Nunca las pillaban. Eso suponía el mayor placer para las de su especie.

Y para ello necesitaban un disfraz... aunque ello significara una limpieza, un buen olor que les entraba por las fosas nasales y les asqueaba profundamente. Tener que esconder sus verdaderas facciones, su verdadera mirada, sus amadas garras. Pero cada premio tiene su precio...

Observó su alrededor, con los brazos cruzados, distraída. La mansión base de las brujas denotaba exactamente quién se alojaba en ella. Llena a rebosar de podredumbre, la única parte que se salvaba de la mugre y de la suciedad era el suelo, y no estaba demasiado limpio tampoco.

En los pocos minutos que estuvo esperando, se cruzaron delante de ella al menos tres ratas y dos murciélagos. Estos últimos siempre le habían parecido hermosos, así que se permitió una sonrisa de complacencia al contemplarlos.

Sabía perfectamente que aquella sólo era la "casa fachada" de las brujas. Obviamente no permitirían que las otras especies supieran dónde se reunían realmente. De todas formas, era la única manera de contactar con ellas. Simplemente se quedó allí, esperando, haciendo aparecer las garras y arañando la pared con ellas, con calma, disfrutando del horrible sonido que este gesto producía y que envolvía el ambiente. Con aquel silencio, cualquier sonido se hacía un estruendo.

—Lamidala... qué sorpresa verte por aquí —susurró una voz detrás de ella.

La arpía sonrió malignamente, sabiendo quién era, sin girarse.

—Termea —dijo con tranquilidad— Cuánto tiempo.

La ahora soberana de las brujas se carcajeó a sus espaldas.

—Apenas ciento cincuenta años.

—En realidad, ciento ochenta y dos —corrigió la arpía.

Se giró esta vez, para quedar frente a frente con ella, aunque a unos tres metros de distancia. Sus especies sentían bastante repulsión la una por la otra. O tal vez fuera que ni las arpías ni las brujas sentían verdadera predilección por nadie.

Termea puso los ojos en blanco.

—En comparación con la eternidad, treinta y dos años más, o menos, no son nada- apretó los puños— ¿A qué has venido?

—Poseo información. Y créeme, te interesa.

Los guardianes del AmuletoWhere stories live. Discover now