Capítulo 23

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Tenía que estar confundiéndome de casa, fue lo primero que pensé. Pero no era así, porque no había más viviendas que aquella moderna casa en el camino. A su lado, solamente por el amplio y cuidado jardín y por la verja de la entrada, la mía era una casita para el jardinero. Sentí una inexplicable vergüenza al recordar que él había visto nuestro diminuto jardín, donde las malas hierbas seguían creciendo sin nadie que se ocupara de él, y la fachada que necesitaba una mano de pintura.

Sacudí la cabeza. No iba a comerme la cabeza por esas cosas.

Evan tocó un botón en su llavero y la verja se deslizó hacia un lado para que pudiéramos pasar. Avanzamos por un camino de grava entre el jardín impoluto, hasta que dejó su coche frente a la entrada. Me llamó la atención el hecho de que ni siquiera se molestase en conducir hasta el lateral, donde estaba aparcado otro coche, y así dejar el camino despejado. Pero era Evan, lo extraño era el aspecto tan bien cuidado de su casa.

—Vamos, mi madre seguro que está mirando por la ventana a ver si llegamos —me animó, saliendo del coche primero.

Lo seguí acto seguido. Mis pies se hundieron entre las piedrecitas del camino y pequeñas huellas blanquecinas ensuciaron el negro del charol. Hice un gesto de desagrado. Luego lo limpiaría.

—Vamos, me ha parecido ver una cortina moverse —me indicó Evan, haciendo un gesto enérgico con la mano.

Aceleré el paso para seguirlo, sin dejar de observar la casa. No era tan imponente como la de Katy, pero su modernidad era lo que había captado mi atención. No solían construirse casas con un estilo tan neoyorkino por esta zona.

—¿Bonita, verdad? —Comentó Evan cuando llegamos a la puerta, dándose cuenta de cómo miraba su casa—. Pero solo estamos de alquiler. No confiamos en quedarnos mucho tiempo, aunque mi madre sigue con la absurda idea de estar por lo menos un año.

Solo pude asentir. Me deslumbraban los cristales que bordeaban casi toda la pared. Solo en mi cuarto podía asarme en pleno verano. No imaginaba lo asfixiante que sería estar en una habitación cubierta solo por cristal cuando el sol daba de pleno, por mucha cortina que añadieses. Tendrían que usar mucho el aire acondicionado.

Evan abrió la puerta y me dejó espacio para que entrase primero. Me sentía cohibida. Ya no estábamos en un espacio neutro, como era el instituto. Este era su territorio, su casa, su espacio. Aquí jugaba en terreno ajeno. Aquella primera planta era de concepto abierto, y solo desde la entrada podía observar la cocina y el salón, separados por una estantería blanca, con libros y plantas. Mientras observaba el luminoso lugar, la figura de una mujer llamó mi atención.

—¡Ya estamos aquí, mamá! —Exclamó Evan, cerrando la puerta y lanzando las llaves a una mesilla rectangular a mi lado—. Huele bien.

Toda la estancia estaba inundada por un confortante y cálido olor a comida caliente. Aunque me gustaba y consiguió que mi estómago gruñera con hambre, pensé que ese era uno de los contras de este tipo de construcción: el olor a comida en toda la casa.

La mujer, a quien reconocí del baile de bienvenida, se acercó a nosotros con una amplia sonrisa. Llevaba un delantal sobre unos vaqueros y una blusa, y vestía unas zapatillas de andar por casa. Por un segundo me sentí estúpida con mi ropa perfectamente conjuntada y mis zapatos brillantes, todavía sucios por las piedrecitas de la entrada.

—Emma, ¿verdad? —Me saludó, estrechándome su mano. Estaba caliente, en contraposición con las mías, que siempre estaban frías, incluso cuando hacía calor—. Qué bien que hayas podido bien.

Estaba a punto de devolverle el saludo cuando Evan nos interrumpió.

—En realidad es Emmy, mamá —puntualizó, dejándome con la boca entreabierta por la sorpresa—. No como apelativo, se llama Emmy de verdad.

Besos desde la LunaWhere stories live. Discover now