La peor noche de mi vida (por ahora)

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—¡Tú primero! —La encomié retrocediendo un par de pasos y empujándola por la espalda.

Ella volteó rápidamente a la vez que deslizaba mis brazos fuera de su camino con una sonrisa incómoda y forzada que no terminaba de nacer en sus labios.

—No, sería una tontería —refutó nerviosa, desprendiendo una mirada fugaz y llena de temor a la oscuridad que trepaba los peldaños de la escalera.

—¡Dijiste que las voces que vienen del sótano no eran voces, que era viento de la cañería o una simple radio que abandonó papá y se encendió! ¡Baja entonces!

La había atrapado, boqueó como un pez fuera del agua, corrió un mechón sedoso de su cabello, acumulándolo detrás de la oreja y contestó intentando sonar decidida:

—No tengo que mostrarte nada...

Aunque mi hermana Narel es un año mayor que yo, tiene quince años, a veces puede comportarse como me comporto y ni yo mismo puedo aguantarme en ocasiones, mucho menos soportarla a ella.

    Verás, nuestra peculiar pelea se había originado porque mis pequeños hermanos mellizos habían venido corriendo a mí, como dos relámpagos que corren a la tierra escapando de esas nubes espesas y tenebrosas.

 Me habían dicho que escucharon voces en el sótano, no una voz al estilo «Hola ¿cómo te llamas?» Más bien sonidos que parecen humanos, gritos eufóricos; voces a modo de que se está celebrando una fiesta o ritual antiguo y tú te encuentras detrás de la choza, escuchas la música de los violines que suena ahogada y algunos gritos tan fuertes que tus oídos lo perciben a la distancia.    

No es de esperar que mis hermanos recurrieran a mi presencia, porque no se puede esperar nada de Narel, mucho menos cuando está hablando con sus amigotas (así las llama: amigotas, en serio no miento, amigotas) por Skype. Como yo no tengo amigotes, ni amigos o lo que podría llamarse un contacto en Skype, habían recurrido a mí y me habían llevado a rastras hasta el final de la escalera, donde aguardaba la entrada del sótano, hablando los dos a la vez, gritando y gesticulando.

No me había enfadado mucho, después de todo lo único que habían hecho era interrumpir mi velada con un cómic de Batman que estaba leyendo por tercera vez, solo había intentado calmarlos y mostrarme como la autoridad que ellos habían buscado. 

    Al principio no los entendí porque estaban asustados y tenían ocho años, lo que triplicaba su temor, pero después de unos minutos lo gritos chillones se habían convertido en palabras. Me habían dicho que jugaban felices de la vida cuando habían escuchado esa música siniestra y aquellos gritos fantasmales. Primero su curiosidad los había guiado a la puerta del sótano como abejas a la miel, creyeron que yo me encontraba debajo armando jaleo porque era el único que no me había opuesto a la idea de la mudanza; pero luego recordaron que me hallaba arriba y que no había nadie más en la casa, además de nosotros.    

  Una vez que me habían arrastrado hasta abajo, me había acercado a la puerta, abierta de par en par y me había recibido la austera escalera cubierta de oscuridad que se volvía cada vez más espesa, yo había agudizado el oído. Entonces había encarado la escalera con la oreja, pero no lo había hecho porque quisiera escuchar mejor; lo había hecho porque no aguantaba observar esos peldaños raquíticos y esa oscuridad tan espesa, la imagen de un fantasma trepando por ella bombardeaba mi cabeza así como el pecho me golpeaba el corazón. Me había reprendido por haber visto tantas películas de terror que podía recordar en el momento y había escuchado, casi imperceptible, aquel sonido, lejano y débil, como si viniera de mi mente.

Fue entonces cuando también creí que los sonidos eran siniestros, fantasmales y reales.

Mis padres no estaban en casa, habían ido al hipermercado que se encontraba a treinta minutos de allí, la casa estaba tan lejos de cualquier civilización como la luna de la tierra, fue por esa simple y única razón por la que había recurrido a Narel. La había encontrado repantigada sobre una silla. Las cajas repletas de prendas y cosas inútiles abundaban en los rincones, había colocado unas cortinas rosadas y peludas que afirmaban que la habitación le pertenecía. Ella había estado pintándose las uñas con un color tan intenso que estoy seguro brillaría en la oscuridad, a la vez que se reía gangosamente con sus amigotas y el monitor. La imagen era patética, me habría detenido a realizar una captura mental si no fuera por el hecho de que se escuchaban voces en nuestro nuevo sótano.

Acabábamos de mudarnos hace dos días a esa casa, la casa más espaciosa y señorial que te puedas imaginar, también la más cercana al nuevo trabajo de mi papá. Existían tantas habitaciones como nuestras ganas de no estar allí. Nosotros no éramos de Dakota, yo había nacido y crecido en Sídney y por desgracia Narel también, pero ahora teníamos que vivir en Grand Forks, una ciudad del norte de Dakota. 

 Ya sé lo que piensan: casa nueva, ruidos en el sótano, un repetido cliché de terror, necesitaba pruebas para demostrar que nuestra casa no era un show de Actividad paranormal.

    Fue entonces cuando después de que haya desenchufado la computadora portátil de Narel, discutiera con sus amigotas mientras ellas, junto con mi hermana, me querían expulsar con groserías de la habitación, Narel me había seguido escalera abajo empujando las cajas que le entorpecían el camino o pateándolas como si fueran mi cabeza. Estoy seguro de que la idea le había cruzado por la mente porque sonrió en ciertas ocasiones.    

—Llamemos a papá y a mamá —suplicó Ryshia con la mirada y jaló de los extremos de mi remera como si mi remera me pudiera enviar ondas telepáticas y obligarme a aceptar.

—Nunca contestan el teléfono... —Intenté explicarle el por qué no lo había hecho antes cuando la voz de Narel me interrumpió.

—¡Mamá, hay alguien en el sótano... bueno no sé si es alguien, parecen voces, se escuchan lejanas, no sé lo que dicen! Tal vez no sea nada pero me aterran de todos modos y soy la única responsable y suficientemente madura de la casa —dijo arrojándome una mirada de suficiencia—. No tengo miedo, solo estoy preocupada. Los mellizos tienen miedo, sobre todo Jonás tiene miedo, está alterando a los demás — dijo para fastidiarme—, si puedes contestar el teléfono te lo agradecería — Cortó el mensaje y marcó furiosa el número de mi papá como si hubiera olvidado el hecho de que había alguien en nuestro sótano y el problema fuera que nuestros padres no contestaran el teléfono —. ¡Papá, cuando termines tu lío de que maldita caja de galletas llevarás para tragar podrías pasarte por casa y no sé... tal vez darnos una razón de por qué no contestas tu estúpido teléfono! ¡Claro, si nadie nos ha secuestrado o matado hasta el momento!

Finalizó la llamada, suspiró y elevó su mirada histérica hacia mí:

—¡No van a venir!

—¿Van a secuestrarnos? — preguntó Eithan.

—¿Y matarnos? — Terció Ryshia—. ¡Van a matarnos a todos!

—No van a matarnos — intervine—. Ni a ustedes, ni a mi y lamentablemente a Narel tampoco.

—No me mires con esa cara — objetó ella meneando el teléfono celular delante de mi nariz con aire dramático—, parecen voces pero seguro es el viento, el murmullo de una rata, o una radio que alguien dejo ahí, te recuerdo que papá estuvo todo el día allí abajo!

Las razones de Narel parecían creíbles pero no me agradó el modo en que movió sus horrendas manos frescas para correr mechones de su cabello « ¿Es que tu cabello te tira las ideas Narel?» Fue entonces como mi furia se transformó en valentía. Pero la verdad, no sé muy bien por qué lo hice. Solo fue un impulso que tomé en el momento.

Giré la perilla que se encontraba en la puerta del sótano, la oscuridad ocupó su lugar, las bisagras chirriaron alarmadas, prendí la electricidad y el zumbido de las luces de neón encendiéndose silenció las voces de todos.

—¿Vas a bajar? —preguntó mi hermanito Eithan, retrocediendo un paso como si alguien lo hubiera abofeteado en sus carnosas mejillas.

—Sí, soy el único responsable y suficientemente maduro de la casa —respondí saboreando el momento en que Narel me fulminó con la mirada.

Les di la espalda y comencé a bajar las escaleras más lento que un día en Júpiter. Pisé el primer escalón y luego el segundo preguntándome si de verdad ese extraño ruido era una voz y si se vería muy patético retroceder y encerrarme en mi habitación bajo una manta.

Narel pareció tomar aquel acto como un desafió porque me siguió y nuestros pequeños hermanos asomaron sus cabezas en el marco de la puerta. Rápidamente tomó los escalones que fui abandonando a medida que descendía. La escalera me condujo al centro del sótano donde el aire era denso, húmedo y gélido como el interior de una caverna.





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Las malas acciones de Jonás Brown [1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora