III. Petra me deja inconsciente

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 Cuando me desperté estaba lloviendo, escuchaba la lluvia chasquear contra el metal. Podía mover mi cuerpo y lo hubiese movido si no fuera porque un hombre de ojos rasgados y hombros anchos me atenazó los brazos.

 Me sacó fuera de la cama, barriendo todas las sábanas. Intenté resistirme pero él usó mi propia fuerza en mi contra, sin saber cómo sucedió me impulsé hacia la mesa de mapas y el canto se clavó en mi estómago como una patada. El hombre me cogió de la camisa y me deslizó por encima de la mesa barriendo todos los mapas para arrojarme de bruces al suelo. Estaba desconcertado y aprovechó mi estupor para arrastrarme escaleras arriba, hacia la cubierta. No me molesté en preguntarle qué estaba haciendo o quién era, en esa semana había tenido una especie de entrenamiento oculto para aprender a simplemente actuar en una situación. Afuera se desataba una tormenta.

 La lluvia me empapó en unos segundos.

 Lo tecleé, le mordí la mano con la que me sostenía y él aulló de dolor. Intenté huir pero mis débiles piernas resbalaron contra el metal mojado, cayendo de bruces al suelo, otra vez. El hombre se incorporó rápidamente al verme en el suelo junto con él. Me levanté y él se irguió, alto e indestructible como un muro que ni el bamboleo podía tumbar. Cerró su puño de acero alrededor de mi tráquea y me empujó contra el cristal que resguardaba la sala del timón. Saboreé sangre en mi boca.

 Pude ver la cubierta. Era un barco pesquero de chimenea y contaba con contenedores, jaulas, boyas y redes de pesca desperdigadas en la cubierta. Las redes suspendían sobre las jaulas como guirnaldas de navidad.

 Fue entonces cuando caí en la cuenta de que tenía la mochila puesta y el agua de la lluvia me empapaba de pies a cabeza. El mar se sacudía en olas encrespadas y estallidos de viento y lluvia azotaban la cubierta. El olaje bamboleaba el barco como una hoja llevada por el viento y el agua del mar se filtraba por popa y proa. El viento chillaba y las gotas gélidas parecían tocar mi cara como agujas.

 Sobre el estruendo de la tormenta estaban discutiendo Sobe, Petra y Tay.

 Tay estaba cubierta por un chubasquero negro que no servía de mucho porque ya se encontraba totalmente empapada de agua, en sus manos aferraba un rifle y apuntaba a Sobe y Petra. Tay intentaba mantenerse firme con las piernas abiertas y rígidas para no tambalearse, un mechón azul se le escapaba de la capucha y se le había adherido al rostro.

 Petra y Sobe no se encontraban sorprendidos como si hubiesen esperado que eso pasara, incluso el rifle no los impresionaba. La tripulación de Tay nos tenía inmovilizados, ellos también contaban con sus propios escoltas, los hombres fornidos inmovilizaban sus movimientos, que no eran muchos. La luz de un farol nos iluminaba y los truenos recortaban el horizonte negro expandiéndose cómo ramas de árboles plateados.

—¡Tay! ¿Qué diablos estás haciendo? —grité entre el bramido de la tormenta.

Ella se volvió hacia mí con rifle y todo.

—¡Tú! —gritó enfurecida—. ¡Tú también me mentiste! —Aferró el rifle con una sola mano y hurgó debajo del chubasquero hasta encontrar lo que buscaba, sacó un montón de papeles y los sacudió en el aire—. Me dijeron que había dos Cerradores y no es así, solo tú eres un Cerrador o eso creía.

 Arrojó las hojas hecha una fiera hacia mi pecho y las cogí en el aire. Cuando las tuve en mis manos supe que eran los archivos que el agente Tony nos había dado tan a gusto en Atlanta. Los archivos que mi padre me había preguntado si había leído. Fue lo primero que me preguntó cuando entré al automóvil. De repente sentí un sabor amargo en la boca.

—No entiendo —dije desconcertado, no sabía qué tenía el archivo pero parecía haber hecho enojar mucho a Tay.

Comprimía furiosa los labios, mascullaba o gritaba las palabras cargadas de una rabia venenosa, como si intentara que sus aullidos me hirieran del mismo modo que podrían herirme las balas de su rifle.

Las malas acciones de Jonás Brown [1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora