Me despido de un amigo

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Tardamos unas horas en llegar al sector deforestación. Pero escuchando los clásicos de los noventa por una voz desafinada lo sentí como días.

Escarlata se adelantó cuando nos introducimos en el bosque y caminó a sus anchas desapareciendo de mi vista.

Primero nos topamos con el depósito de autos donde nos habíamos ocultado en el camión hace unos días para entrar a la ciudad. Había más camiones, máquinas de otros sectores y algunas cosechadoras con los filos en punta, la idea de que las usaran como armas me revolvió el estómago.

Abeto estaba allí examinando la cajuela de un camión como si fuera un médico con su paciente, tenía la camisa manchada de grasa para motor y había abandonado el hacha que siempre cargaba, dejándola entre sus pies. Nos sonrió al vernos, cerró la cajuela con escepticismo, se precipitó hacia nosotros con largas zancadas y nos estrechó en sus morrudos brazos. Había más personas allí que nos contemplaron, preguntándose quiénes éramos y luego volvieron a lo suyo. Los ojos de Abeto estaban sorprendidos y enarcó las cejas.

—Vinimos a ayudar —dijo Sobe encogiéndose de hombros—. Me alegra verte Abeto.

Apretó su hombro, asintió y se señaló a sí mismo diciendo que él también se alegraba de vernos o quería resaltar su camisa manchada de grasa. Escrutó el rostro de Sobe, sobre todo los moretones que le habían provocado el arma de Adán, los cuales se estaban desvaneciendo ligeramente. Agarró el mentón de Sobe y estudió su herida. Frunció el ceño intrigado y preocupado.

—Está bien Abeto —dijo sonriendo incómodo y corriéndole la mano—. Tú no viste como quedó el otro.

—Mejor que él —apunté.

—No le creas a Jonás, el perdió sus gafas, ya no ve nada, no podría diferenciar su mano de su pie.

Abeto rió pero no se le fue la preocupación de sus ojos. Comenzó a caminar, se volteó hacia nosotros e hizo un gesto con la mano para que lo siguiéramos. Busqué a Escarlata con la mirada pero no lo encontré y me marché pensando que si había atravesado un muro para encontrarme en la cárcel, entonces se las empeñaría para volver a hallarme.

Caminamos por el bosque escuchando las hojas y las ramas crujir bajo nuestros pies, topamos con la empalizada, sus columnas de árboles sin centro y las ventanas ocupadas por centinelas. Abeto ahuecó sus manos alrededor de la boca y silbó una melodía como si fuera un ave silvestre.

La actividad se oía bulliciosa del otro lado, el repiqueteó de pasos, la forja de metales, palabras sueltas de personas, el pitido de sus marcadores y el crepitar de leña. La puerta se abrió con un chirrido y nos deslumbró el sector deforestación. Las casas hechas con madera estaban repletas de personas tanto dentro como fuera, las calles, envueltas de hojas, estaban cubiertas de pisadas; había algunas tiendas desperdigadas, a lo largo de los callejones, en las cuales se suministraba alimento a los rebeldes. Atisbé un grupo de campamentos aislados, unas chicas colocaban en carretas de mano algunas jarras que contenían líquidos extraños, supuse que eran inflamables. Grupos se entrenaban o memorizaban cómo era la ciudad por dentro, porque algunos se habían ido hace tanto tiempo que era probable que ya hubiesen olvidado la estructura. Todo se veía tal cual como lo había visto en mi sueño.

Vadeando un campo de arquería Abeto nos condujo a la casa de Prunus Dulcis donde había muchas personas, algunas leían sus cortezas, otras las examinaban o pasaban un rato ocioso limando armas en el piso de arriba. Prunus se encontraba detrás de su escritorio, escudriñando un mapa con expresión severa, no parecía molestarle todas las personas que había en su casa, es más parecía que habían sido invitadas por él. Prunus levantó su vista del mapa y su mirada se iluminó.

Las malas acciones de Jonás Brown [1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora