Wat Tyler y otras cosas que dan miedo.

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 Berenice nos condujo por extensos campos de trigo que bajo las nubes grises se veían como espigas pálidas. Detrás de las plantaciones, escondidos en el campo ceniciento, había un granero y una pequeña casa de dos pisos con ventanas oscuras como la entrada de una cueva aunque su aspecto parecía una taberna. Los muros eran de piedra y la puerta estaba construida con trozos de tronco unidos con brea.

El cielo se había oscurecido de una manera abrumadora, las nubes densas y negras como ala de cuervo se cernían sobre nuestras cabezas, girando en un inquietante espiral. El viento se alzó del horizonte y comenzó a marcar su paso en los cultivos, la temperatura descendió considerablemente y me froté las manos para entrar en calor.

Berenice ató a su caballo en una verja, lo acarició con afecto y entró en la casa invitándonos a pasar con un gesto de mano.

Dentro había dos estancias, además del piso superior abarrotado de colchones, literas austeras y repisas a modo de despensa. El mobiliario era básico, un tablón con caballete como mesa, taburetes y un baúl. En el centro de la estancia ardía un fuego vivo que se esparcía por un fornido tubo metálico, el tubo trepaba hasta el segundo piso y se perdía en el exterior de la casa. Paralela a la chimenea había una angosta escalera que trepaba al piso de arriba. Me quedé observando aquella chimenea metálica, estrecha y alargada que propagaba un calor hogareño. El suelo era de tierra expuesta y aplanada, si Narel lo hubiera visto le habría dado un ataque.

Berenice nos invitó a tomar asiento y nos ubicamos alrededor de la mesa. La estancia estaba totalmente oscura, apenas vislumbraba sus siluetas, aunque las ventanas estaban abiertas no había luz en el exterior suficientemente intensa que se pueda filtrar.

Berenice comenzó a aplaudir. Sobe se inclinó hacia nosotros y susurró una explicación.

—Así es como se llaman en este mundo, aplauden para no gastar la palabra que es el nombre. No pueden llamarse de otra manera.

—¡Wat! —gritó ella y el número de su computador descendió emitiendo un pitido.

—Creo que tu sabiduría como guía se perdió.

—¿Recién? —Inquirió Petra—. Para mí la perdió cuando nos trajo aquí.

Berenice comenzó a encender faroles y a distribuirlos por todos los rincones posibles hasta quedarse con uno que mantuvo en su mano, sujetándolo de la cadena. Con su otra mano apagó la cerilla de algodón y brea cuando un hombre cruzó la puerta y la cerró tras de sí. Iba encapuchado, descubrió su rostro y recibió a Berenice con una sonrisa amigable acariciando su mejilla con los dedos. Su mano era enorme en comparación con el rostro de ella; pero al vernos a nosotros su expresión cariñosa cambió rotundamente.

Frunció el semblante, nos señaló y miró de forma penetrante a Berenice exigiendo una explicación. 

 Todo en él indicaba que no tenía muchos amigos. Sus ojos fieros fulminaban a cualquiera que topase en su camino, tenía el cabello rapado al ras como si fuera un militar y rasgos angulosos. Una cicatriz rugosa le comenzaba en el lado izquierdo de la mejilla y se extendía por toda su cabeza hasta esconderse en la espalda. Su cráneo parecía un melón arrugado pero preferí omitir el comentario. Era altísimo, de metro ochenta y aunque estaba cubierto por un chubasquero se podía ver que su cuerpo era trabajado y corpulento, casi como un luchador. Pero aun así era joven, tal vez dieciocho años.

Berenice se aproximó hacia Wat Tyler y lo condujo a la otra estancia que parecía una cocina con mesillas y alacenas. Él nos observó con su mirada torva antes de dejarse llevar a modo de «No los conozco pero me caen mal».

Intercambiaron unas breves palabras, si es que puede llamárselo así. Sólo ella hablaba, y lo hacía apresurada mientras, él contestaba con gestos o miradas significativas.

Las malas acciones de Jonás Brown [1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora