II. Cuando las estrellas no brillan las personas sí

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Dos calles cerca del Faro se encontraba Wat Tyler combatiendo con los soldados. Estaba agazapado detrás de un automóvil que había tenido la desgracia de estar estacionado en medio del ataque. Tenía puesto el uniforme de los soldados pero no se veía como el nuestro, estaba agujereado como si lo hubieran atravesado con un cuchillo numerosas veces. Sus incipientes cabellos cortados al rape deslumbraban frente la iluminación del fuego, dándole una luz a su rosto. Lo acompañaban Álamo, Fresno y Abeto pero no Roble, el asiático fornido ya no se encontraba con ellos, no tuve siquiera que preguntarle qué había sido de él, ya pude hacerme la idea.

Nosotros nos apostamos detrás de una montaña de escombros que se encontraba en frente del refugio de Wat. La montaña era la parte superior de un edificio que se había desmoronado y las rocas se vertían de la calzada a la calle. Dos calles arriba estaban el Faro, fulgurando con su luz esmeralda y ocupando todo el firmamento. Wat Tyler tenía bombas caseras que arrojaba a los soldados cada cuanto, pero no los hacía retroceder lo suficiente. Al menos había una decena de soldados interfiriendo el camino al Faro. Nosotros acabábamos de llegar pero por el sudor y la frustración del grupo que se encontraba del otro lado supe que llevaban un buen tiempo en eso. Las calles estaban sembradas de polvo, concreto desmembrado y hollín. Humo se suspendía en el aire como niebla al amanecer, el fuego llameaba entre el enemigo y nosotros. Era casi imposible divisar el otro lado, la silueta de los soldados se veía difícilmente entre las ondulantes y filosas llamas, pero podía oírselos. Pitidos, murmullos y el repiquetear de pasos sobre el crepitar del fuego.

—¡Wat! ¿Cómo van las cosas? —preguntó a voz en cuello Walton, acercándose al borde de la pila de escombros.

Wat negó con la cabeza y descubrió su antebrazo donde tenía el marcador con números desmoralizantes:

-49

—¿En qué gastó tantas palabras? ¿Acaso se puso a cantar o algo? —exclamó Sobe escéptico.

—Tranquila no pasa nada —le susurró Petra a Berenice pero al tener puesto el casco pude escucharla como si estuviera murmurando palabras dulces a mis oídos—. Él estará bien, es fuerte, además, dentro de unos minutos esos marcadores ni existirán.

Berenice asintió en muestra de agradecimiento y Walton se sentó en el suelo con la espalda contra un trozo de pared. No podíamos contar mucho con la ayuda de Wat o planear un modo de avanzar si tenía tan pocas palabras. Tampoco podíamos deslizarnos a su lado porque entre refugio y refugio había una brecha de cinco metros que daba directo a la vista de los soldados.

—¿Cómo avanzaremos? —preguntó Walton mirándonos a Sobe y a mí.

Éramos los que a veces tenían buenas ideas pero en ese momento mi mente estaba tan bloqueada como el camino al Faro. Me encogí de hombros y negué con la cabeza. Esa no era la única calle donde había problemas, se podía oír batallas cercanas en otras.

Álamo aferraba una botella en sus manos llena de gasolina y en el pico de la botella había un trapo raído como mecha, sus dedos se cerraban con tanta fuerza alrededor del recipiente que los nudillos de su mano resaltaron prominentes. Encendió la mecha y lo arrojó con todas sus fuerzas como si fuera un avión de papel que debía levantar vuelo.

La gasolina colisionó unos metros calle arriba, llamas danzarinas se esfumaron en el aire y los soldados aullaron órdenes. Se escuchó un traqueteó de botas y cómo se dispersaban. El calor allí era insoportable, el aire sofocante y espeso arrastraba chispas de fuego que suspendían sobre nosotros. Petra siguió el panorama con sus ojos y luego volteó a nosotros y gritó eufórica:

—¡Tengo una idea! Haremos lo que hicimos en la clase de supervivencia para derrotar a Ed. Fingiremos explotarnos y entonces cuando bajen la guardia atacaremos.

—Me alegra no haber estado en esa clase —bromeó Sobe y tragó saliva.

Petra les explicó brevemente a Sobe y Berenice lo que habíamos hecho aquella clase mientras Walton le indicaba a Álamo qué debían hacer con señas y palabras sueltas.

—¡Es suicidio! —replicó Fresno pero Abeto le cubrió la boca y su hermano rio con nerviosismo aceptando con gusto el plan.

Wat Tyler era el único que observaba todo como si quisiera cargar contra el mundo y explotarlo de una vez. Las palabras de sus ojos gritaban feroces y enojadas, su cicatriz serpenteaba como un relámpago por su rostro.

—Es lo único que se me ocurre —finalizó Petra encogiéndose de hombros.

—Bueno, Jo, Sobe, al parecer no son los únicos con buenas ideas —dijo Walton suspirando o riendo no se podía saber con el casco.

—Técnicamente fue mi idea en la clase de supervivencia así que será mi idea ahora —dije.

Sobe no se coló a la broma, permaneció callado y sumido en sus pensamientos hasta que se descolgó la mochila y me descolgó la mía. Estaba a punto de preguntarle qué hacía cuando hurgó en ambas y extrajo un desodorante en aerosol y un perfume. Los identifiqué en el acto, el desodorante venía de la lista de comida que había comprado Petra en La Habana y el recipiente de perfume era el que le había dado a Sobe la primera noche que nos conocimos cuando él se escondió en mi baño para que mis padres no lo vieran.

Dejó las cosas en el suelo y nos dedicó una mirada debajo del casco.

—Esto es todo lo que tenemos además de las pocas bombas caseras de Álamo —informó.

Petra descolgó las tres últimas canicas de un brazalete.

—Son las últimas que me quedan, de las que duermen y paralizan.

—Bien ahora sólo necesitamos una manera de cubrirnos y no quemarnos —dije.

Walton se levantó y buscó en las ruinas del edificio, agarró un ancho y grueso trozo de pared y lo arrastramos todos con esfuerzo mientras oíamos como la piedra crujía. La deslizamos como si fuera una pelota, aferrándola de cada extremo para que no se tumbara. Logramos sostener el pedazo de pared a duras penas. Era escudo suficiente para aguantar una explosión pequeña por poco tiempo, además teníamos los trajes. Wat, Álamo, Fresno y Abeto se había refugiado detrás del capot de un auto. No sabía muy bien si funcionaría el plan, esto no era pintura era fuego real y muy cerca de nosotros. Pero para ese entonces veía todo lento y distante. Si no fuera presa de la adrenalina y el rotundo miedo, mis rodillas temblorosas hubieran perdido fuerza y mis párpados pesados se hubiesen cerrado del agotamiento.

—¿Listos? —preguntó Waton sosteniendo un lado del trozo de pared.

El otro extremo lo sostenía Sobe. Yo me encontraba agazapado detrás con Berenice, habían creído que nuestros cuerpos delgados no podían aferrar el concreto aunque Sobe era casi igual que yo, sólo que más alargado. Estábamos bien escondidos de manera que entre el humo y la oscuridad casi ni se notaban nuestros cuerpos ocultos.

—Estaría más listo si antes contamos —respondió Sobe.

—¿Hasta tres? —pregunté.

—No, hasta tres mil.

—Bueno —accedió Petra—. A la cuenta de tres mil le hacemos la señal a Álamo y arrojamos el kit de perfumes mortales junto a la gasolina.

—Gracias, Petra.

—No creo que sea un buen número —advirtió la voz de Walton.

—Mil —contó ella.

—Oye empieza por uno —replicó Sobe.

—Dos mil.

—Retiro mis gracias.

—¡Tres mil!

Cerré losojos y me preparé para el golpe.     

Las malas acciones de Jonás Brown [1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora