II. Los fideos de salsa tártara son los culpables de todo.

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Sobe y Dagna tardaron en llegar, nos reunimos con Dante y Miles en la tiendas de alfombras exóticas. Cuando llegamos Dante examinaba las alfombras y sentía su textura con aire crítico, Miles estaba sentado en el bordillo de una farola y miraba el cielo como si esperara una intervención divina que detuviera su sufrimiento.

—¿Consiguieron algo? —preguntó Miles irguiéndose con esperanza en los ojos.

Negué con la cabeza.

—¿Y ustedes?

Frunció el ceño sin escucharme y me incliné hacia él, susurrar cada palabra me desesperaba.

Repetí la pregunta, se levantó como una bala, hurgó en sus bolsillos y sacó pelusas, una moneda y un pedazo de metal herrumbroso, circular y extraño.

—Una moneda y esta cosa —dijo agarrando el pedazo de metal con la punta de sus dedos—. Creo que era una moneda pero se oxidó, o es una arandela dañada —escuchó lo que estaba diciendo y se desalentó—. De todos modos es basura.

Me senté junto con él esperando una mejor suerte. Cam se le unió a Dante y juntos inspeccionaron alfombras peludas y de tramados geométricos. Miles los contemplaba como si no pudiera creerlo.

Dagna y Sobe llegaron unos minutos después. Sospechosamente habían encontrado cerca de una alcantarilla un fajo de billetes y un anillo que tenía un escudo de un león rugiendo encabritado sobre un fondo tan rojo y granate como la sangre fresca. Sobe me dijo con la mirada que no le había robado a alguien que extrañara mucho ese dinero y me encogí de hombros sin saber qué responder. Me arrojó el anillo y lo cacé en el aire. Era de oro, pesado y ancho para un dedo mucho más grande que el mío, el escudo denotaba que pertenecía a una especie de corte o rango, tal vez un colonizador. Me lo guardé en el bolsillo sin darle mucha importancia.

Caminamos más hacia el centro de la ciudad y entramos a una polvoreria. Las polvorerias son muy parecidas a los hipermercados de mi mundo excepto por algunas diferencias: la iluminación le hacía competencia a una película de terror, el zumbido de las luces de neón era inquietante, las personas que chequeaban los productos tenían cara de funeral y se movían como robots, las góndolas estaban repletas de cajas y todo parecía estar recubierto de un celeste desvalido. Hermoso.

Si sacabas esos aspectos se parecía mucho a un hipermercado común y corriente. Dante aferró una canasta celeste que meció con aburrimiento en el aire y nos metimos por la primera góndola que vimos. Las estanterías estaban cubiertas con cajas que parecían de cereal, otras eran cuadradas, algunas rectangulares o incluso redondas.

—Rabas deshidratadas —leyó Miles frunciendo el ceño — ¿Las rabas son pescado, verdad?

Había de todo rosbif deshidratado, verduras, sopas, postres, pasteles (donde la caja tenía varios paquetes de polvo, separando la crema, las chispas y la masa deshidratada) incluso había sodas. Las instrucciones detallaban mezclar todo con agua y luego cocinar la mezcla a su manera. Llevamos sodas (a petición de Camarón) y lo único que nos pareció no tan asqueroso (fideos con salsa tártara)

Dagna, Sobe y Camarón se habían marchado por unos minutos y escurrido en otro sector de la polvoreria. Luego regresaron con las manos llenas de cajas, le habían ofrecido a Miles una selección de zanahorias, zapallos anaranjados, naranjas deshidratadas, jugos y quesos del mismo color diciendo que esa comida se vería de maravilla en su casita naranja. No le habían causado mucho gusto así que al fin y al cabo llevamos fideos.

—No me gustan los fideos —rezongó Dante mientras aguardábamos en la caja registradora.

—Te dije que eligieras la lasaña —le respondí.

Las malas acciones de Jonás Brown [1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora