Lo que sucede en Salger no se queda en Salger

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 Todo había marchado de maravilla hasta que dejó de marchar de maravilla, si eso te sonó estúpido o sin sentido entonces prepárate para esto.

Nos acercábamos a la ciudad y todo pasó como había indicado Berenice, Abeto tuvo que bajarse del camión y en su lugar tomó el volante un guardia de Logum. Cuando se acomodó en el asiento del piloto sentí que todas mis alarmas se encendían y me gritaban que corriera, el estómago se me redujo a un nudo y me contuve para permanecer quieto, lo único que podía correr en mí eran las gotas de sudor.

Los guardias estaban vestidos de negro de la cabeza a los pies, no podías verles ningún centímetro de piel, por momentos parecían robots pero sin duda eran humanos debajo de corazas protectoras. Tenían chalecos duros a prueba de todo, con guantes oscuros, rodilleras, botas militares, chaquetas de algo parecido al cuero curtido y un cinturón que cargaba un arma extraña. Incluso tenían cascos opacos con visera polarizada que no te dejaban ver las palabras de sus ojos.

Cerca de la ciudad la caja era tan alta, que si alzabas la cabeza se veía interminable. La puerta se subió emitiendo un chirrido agudo y metálico que me hizo comprimir los dientes. El camión se introdujo dentro de la caja donde el cielo era oscuro y sin estrellas y se encontraba tan distante que se veía como un abismo negro.

El soldado condujo sumido en silencio, se abrió paso por campos de concreto totalmente desolados y siniestros, kilómetros de suelo sin nada más que eso. La explanada se extendió hasta la primera muralla interna. El camión se detuvo en una muralla de hormigón, tenía atalayas, una puerta de doble hoja de acero y pasillos en la sima donde patrullaban soldados con armas colgadas al hombro y listas para disparar. Había unas luces mortecinas que fulguraban contra el concreto detrás, sobre y frente de la muralla. Una vez que corrieron las puertas de acero continuaba el mismo campo de suelo artificial, una explanada que parecía interminable.

Una compañía de cemento se hubiera hecho millonaria en ese lugar.

El conductor tomó la bifurcación de un camino que rodeaba la ciudad. Estábamos a kilómetros del edificio más cercano, no había luces allí, solo se podía ver el resplandor de las construcciones a lo lejos.

El sendero se ensanchó convirtiéndose en un puente que atravesaba el río. Era el mismo río que había cruzado con Berenice hace unos días sólo que entonces se veía como un caudal de aguas negras y muertas gorjeando entre los bordes de concreto y no sólo se veía así por la falta de luz. Estaba totalmente contaminado.

Petra me codeó levemente. Era el momento de bajarnos pero no tenía ni idea de cómo hacerlo, esperaba que ellos hallaran una manera. Sobe se encontraba detrás del asiento del copiloto, nos miró penetrante y se encogió de hombros. Al igual que yo no tenía ideas. Ambos miramos a Petra en busca de respuestas, ella puso los ojos en blanco y se desenroscó silenciosamente uno de sus brazaletes. Estaba hecho de cuentas redondas y de colores pardos, era tan largo como un collar, ella extrajo una cuenta y la movió delicadamente entre las yemas de sus dedos. Indicó que nos cubramos la nariz y la boca con la manga. Ambos asentimos y lo hicimos.

Petra cerró los ojos, se preparó, tomó aliento y se abalanzó contra el conductor como un relámpago mudo y siniestro. Abrió el visor de su casco, le arrojó la cuenca y lo volvió a cerrar en el momento que él la empujaba hacia atrás con todas sus fuerzas. El soldado amagó a buscar su arma pero se escuchó una explosión ahogada y casi muda, como si se hubiese encendido una véngala. Los músculos del soldado se paralizaron. Cayó inconsciente sobre el tablero mientras una nube de color azul salía siseando desde su quijada. El vapor azul se estaba escurriendo por toda la cabina en leves ondulaciones y Petra nos gritó que bajáramos sin respirar.

Las malas acciones de Jonás Brown [1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora