Me hago amigo de alguien que quiere comerme.

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Estaba caminando a ciegas con las manos extendidas en la penumbra cuando, de repente, bajo mis pies, sentí un sendero de tierra llana. Una luz cobriza y roja como la del fuego comenzó a brillar opacamente, me aproximé a la luz y poco a poco la silueta de un hombre erguido y desafiante apareció en las tinieblas, recortando la oscuridad.

—¿Hola? ¿Qué estás haciendo?

Me acerqué hacia él y lo toqué. Estaba cubierto de musgo y su piel era de metal frío, fue entonces cuando caí en la cuenta de que estaba hablando con una estatua. Al lado de la silueta, vestida con ropas antiguas que se sacudían ante una ventisca imaginaria, había una fogata consumiéndose.

—Vaya —saqué la linterna de mi mochila y alumbré la oscuridad para no caer otra vez en el mismo error.

Estaba en un lugar húmedo, con árboles esqueléticos y una espesa oscuridad. Los árboles que parecían vallas olvidadas crecían sobre un pantano cenagoso. Volteé rápidamente por donde había venido pero en esa dirección no se encontraba ningún muro de arbustos, únicamente había una espesa niebla que se suspendía sobre el suelo. El camino finalizó y sumergí mis pies en un lodo frío y escurridizo. Me pareció ver una sombra enorme mucho más grande e imponente a lo lejos y comencé a seguirla por inercia. Esa sombra fue cobrando forma en el horizonte oscuro y se convirtió en una casa. Si es que a esa ruina podía llamársela casa.

Tenía dos plantas y un porche. La planta superior estaba desmoronándose sobre el porche como hierro fundido y derribaba la galería. Los tablones de madera con los que estaba construida se encontraban cuarteados, mohosos y podridos. Todo estaba atornillado por pernos herrumbrosos. Las ventanas que conservaban cristales estaban tan sucias que no se podía ver por dentro pero si se notaba la luz mortecina que se filtraba por ellas.

—Entra Jonás, entra.

Trate de encontrar la voz pero no pude, subí los peldaños del porche y la puerta se abrió en un agudo rechinido.

Dentro había un amplio desván repleto de botellas y frascos colgando del techo por hilos finos o gruesos. Los hilos a preferencia eran rojos. Algunos frascos tenían unos líquidos oscuros, unos cuantos conservaban miembros de cuerpos que nunca había visto, otros parecían tener luz porque brillaban intensamente y te obligaban a apartar la mirada. Los recipientes parecían globos que alguien había preparado para una fiesta, la idea me pareció divertida hasta que lo vi.

En medio de la sala se encontraba un hombre sentado en una silla, tenía una capa que le cubría todo el cuerpo y la capucha no dejaba traslucir ninguno de sus rasgos. La tela con la que vestía estaba ajada, cubierta de una espesa capa de polvo, arrugada y gastada. Aunque estaba cubierto los omóplatos le resaltaban de la espalda encorvada y apoyaba sus codos en los muslos como si estuviera viendo algo en el suelo.

Definitivamente no parecía listo para una fiesta, es más tenía aspecto de llevar años en esa posición. No dije absolutamente nada, sólo me quedé observándolo hasta que él levantó levemente la cabeza, reparando en mí.

—¿Quién eres?

—Me llamo Jonás Brown -respondí tartamudeando, no quería responder y aun así lo hice. Intenté resistirme pero algo me impulsaba a contestar y actuar.

—¿Viniste a visitarme?

Me encogí de hombros. Sé que no fue la respuesta más apropiada, pero ese hombre no me daba buena espina, me desesperaba no saber por qué había entrado allí y me estaba consumiendo el miedo.

—Ya nadie viene a visitarme —Se quejó y su postura se hundió más, luego elevó la cabeza como si recién hubiera reparado en mi presencia—. ¿Quién eres?

Las malas acciones de Jonás Brown [1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora