II. Un día en el Triángulo

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  Después de que Petra se duchara y se pusiera el uniforme fuimos corriendo unos pisos arriba para presentarnos en la clase de Walton. Era la clase de supervivencia, Walton alardeó de que este día nos había tocado la sección más divertida. Petra levantó sus cejas y sonrió queriéndome decir algo que no capté.

  El piso al que nos llevó era de una sola habitación. Consistía en un amplio y extenso salón que tenía rampas, trincheras, lomas, simulaciones de edificios vacíos y paredones de concreto todos absolutamente salpicados y tiznados de pintura de distintos colores. Parecía que un maniático decorador de interiores había tenido un ataque sicótico ahí. El techo estaba muy fuera del alcance de las balas y era lo único blanco e impoluto del lugar. Medía aproximadamente lo mismo que tres manzanas urbanas.

 —¿Esto es un campo de paintball? —pregunté entusiasmado, jamás había visto algo como aquello.

  Walton se cruzó de brazos y asintió con aire orgulloso.

  —Sí —afirmó— en la clase de supervivencia, te enseñan a vivir en cualquier mundo o ecosistema, también a defenderte con todo tipo de armas, hoy nos tocaron nuestras armas, las de este mundo y también nos tocó la clase práctica. Pero como no nos confían balas verdaderas tenemos este chulo campo de paintball.

 Había varios grupos de personas con semblante aburrido y algunos disconformes en el principio de la ciudad artificial, a unos metros de la escalera. Se aproximó a un grupo de cuatro adolescentes que conversaban frenéticos en círculo, eran las únicas personas ajetreadas del lugar y al reparar en Walton lo fulminaron con la mirada.

  —¿Dónde estabas? —preguntó una chica que parecía desteñida.

  Tenía piel blanca, mejillas regordetas y su cabello era tan rubio que ni siquiera se le podían divisar las pestañas o las cejas. Era un tanto morruda, su cuerpo me recordaba a la figura de un barril, y observaba todo con sus disgustados ojos azules, aunque no sabía si ese era su semblante o estaba enfadada con Walton. Hablaba con un marcado y riguroso asentó alemán. Levaba su melena como plata recogida en una coleta.

—Llegué tarde, lo siento —se disculpó alzando las manos—. Es que tengo novatos.

  Un chico de diez años nos miró con los ojos bien abiertos. Tenía el rostro cubierto de pecas como Sobe pero en el niño las manchas si se veían adorables.

—Jonás, Petra, les presentó a Dagna Scheck —la chica rubia hizo una inclinación de cabeza sin aplacar su mirada furiosa—. Dante Álvarez, Miles Harris y ese niño se llama Cameron pero nosotros le decimos Camarón. Y Camarón era el último novato que había llegado antes que ustedes.

—Hola —saludo Camarón y confesó tímido—. Es mi primera clase práctica.

—La mía también —le dije.

 —¡Vamos, Walton! —protestó Miles Harris su compañero de cuarto, tenía por cabello una maraña anaranjada, despeinada y mal cortada, era pálido y enclenque. Estaba molesto pero aun así se lo veía con una radiante felicidad en los ojos—. Con tantos novatos vamos a reprobar esta clase.

 —Además, ya nos bajaron la calificación por no estar todo el equipo completo a tiempo —advirtió Dante desprendiéndole una mirada reprobatoria. Era un chico menudo y de rasgos latinos aunque no tenía ningún acento—. Y Dave está enfermo ¡Convencimos toda la semana al mejor tirador de estar en nuestro equipo y se reporta enfermo! —mencionó con exasperación, estaba tan frustrado que parecía estar a punto de llorar.

 —¡Yo lo dejaré enfermo! —amenazó Miles.

  Un hombre con ropa de camuflaje se acercó hacia nosotros. Caminaba a pasos agigantados y pesados. Vestía un equipo de soldado, tenía una barba incipiente creciéndole en la quijada, nariz aguileña, unos ojos duros de pedernal y el cabello cortado al ras. Debería tener unos veinte tantos.

Las malas acciones de Jonás Brown [1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora