Adán Vs. cientos de pájaros

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 Cuando quise encontrar a Petra no estaba en la biblioteca. Se había ido. Por esa razón hice una pila de libros, la trepé, deshice la cuerda para que nadie pueda ver por donde habíamos bajado y volví a ordenar todo rápidamente. Junté toda mi ropa mientras observaba la media esfera del recinto, preguntándome para qué demonios servía y fue entonces cuando escuché un rechinido en la estancia.

Era el crujido de la puerta que se abría. Con la ropa en mis manos me escabullí en las bibliotecas y la oscuridad me rodeó. Adán se abrió camino hacia el centro de la cámara, llevaba una escoba en sus morrudas manos y barrió de mala gana los azulejos como si le diera igual que quedase sucio porque nadie lo notaría. Se estaba aproximando a la masa de penumbra donde me encontraba. Retrocedí alarmado y choqué con un estante colmado de frascos.

Los frascos cayeron al suelo y reventaron en un intenso estrépito, largando chispas resplandecientes, luces y susurros como almas en pena. Prácticamente diciendo «Eh, tú, mira aquí hay alguien»

—¿Quién anda ahí? —preguntó despectivo clavando sus ojos en la oscuridad.

Corrí hacia donde había escuchado el rechinido de la puerta. No podía observar nada pero aun así no me detenía. Mis pasos eran lo único que me indicaba que corría con toda mi voluntad. Choqué con algo solido, lo empujé con todas mis fuerzas, la colosal puerta cedió chirriando y me alejé aceleradamente, escuchando como Adán me seguía.

Me escondí detrás de una mampara, que resguardaba fotografías antiguas y premios ganados por estudiantes, con el pecho agitado y el cuerpo todavía cubierto de grasa para motor. El pasillo continuaba iluminado, aunque no había estudiantes cerca ni nadie más que Adán escudriñando el corredor y observando las bóvedas con recelo, como un soldado estudiando a sus cadetes. Tenía la escoba blandida en la mano, lista para el ataque y un ceño fruncido que hubiera hecho tartamudear a cualquiera. Lo único que tenía en mis manos eran pantalones, botas y un par de calcetines que tal vez lo hagan retroceder.

Al ver que no había indicios de peligro volvió en sus pasos con cautela volteándose cada unos metros. Respiré aire aliviado, no sabía por qué ese hombre me causaba mala impresión, algo me dijo que no seríamos buenos amigos.

Comencé a vestirme apresurado en mi escondite y cuando estaba poniéndome la última bota militar lo vi. Era una fotografía en blanco y negro, muy antigua y un poco arrugada, en un marco de plata. Había un chico de mi edad sonriendo de oreja a oreja con un premio por mejor ortografía elevándolo triunfante sobre su cabeza, tenía unas gafas de montura gruesa como las mías pero con cabellos ensortijados y oscuros cubriéndole la frente. Sus ojos estaban vivos y centellaban de felicidad a modo de: «Sé que sólo es de ortografía pero al menos es un premio»

Leí el nombre del chico, grabado en el metal del marco y un escalofrío me recorrió en la nuca, pasé el peso de mi cuerpo de un pie a otro y eché a correr lejos de allí. No estaba listo para otra cosa extraña como aquella. Pero por más lejos que me fuera todavía tenía ese nombre retumbando en mi mente, como un eco.

«Premio a la mejor ortografía en todo el Triángulo a Oliver Burnett»

Corrí por los pasillos y me dirigí hacia el patio trasero donde todavía aguardaba el resto de la unidad tirados en el suelo, cerca de la escalera plegada, viendo un punto en común con ojos de espectadores. Aún aguardaban que salgamos por el ducto. Dante tenía un cronómetro en la mano para medir los minutos exactos en cuando se cumpla una hora y dé por determinado que nos atascamos. Lo revisaba, sentado en la hierba, cada unos momentos como si fuese a ir más rápido de lo que iba a antes.

Las malas acciones de Jonás Brown [1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora