Tres mentirosos a la deriva

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 Para nuestra fortuna la tormenta sólo duró toda la noche y cómo le gusta decir a mi mamá:

«Siempre sale el sol después de la tormenta»

 Y sucedió así. Salió un sol cegador que ocupó todo el cielo, era radiante, candente y desconsolador. No teníamos agua, era un viernes a la mañana, nos encontrábamos en algún lado del Atlántico y las aguas brillantes reflejaban la luz del cielo como un espejo o una moneda frente al sol. No había ninguna nube en el cielo y éste se fundía en el horizonte con el mar, parecía que flotábamos en un limbo sin fin.

 Tenía la boca espesa y pastosa, como si hubiera bebido harina por semanas y el estómago me rugía desesperado, habría matado a cualquiera que se interpusiera a entre una sopa de Wat Tyler y yo.

 Tenía el ánimo por los suelos y si pudiera caer más bajo entonces estaría allí. Mi papá trabajaba en La Sociedad, mis hermanos no eran mis hermanos, jamás llegaría al Triángulo y encontraría el mapa de mundos, estaba a la deriva en el medio del Atlántico, escuchando a Sobe cantar los clásicos de los ochenta y para empeorar las cosas el sábado a la madrugada, o esa misma noche, Berenice sería ejecutada junto con Abeto, Prunus, Wat, los hermanos Fresno y Álamo y...

 —¡Las galletas de Fresno y Álamo! —grité incorporándome como si hubiera visto tierra.

 Petra captó al instante mis palabras y rebuscó en su mochila la caja de madera labrada que nos habían dado de regalo por nuestra visita. La extrajo como si sostuviera una bomba. Las galletas estaban húmedas y saladas pero fueron las mejores galletas que comí en toda mi maldita vida. Petra también sacó una bolsa de supermercado, era las cosas que había comprado para comer en La Habana antes de que me «atrape» La Sociedad. Vertió el contenido sobre la goma de la balsa y quedé horrorizado al verlo.

Lista de compras de Petra:

-Desodorante.

-Huevos (obviamente rotos y revueltos)

-Pasta para dientes.

-Una lata de arvejas (sin abrelatas)

-Frutas secas.

-Jabón y alcohol en gel.

-Arroz (para hervir).

-Entre otras porquerías surtidas.

—¡Por el portal, Petra! —exclamó Sobe inclinándose a la pila de desconsuelo— ¿Quién te aconsejó que compraras esto? ¿Una anciana de ochenta?

—Dijo que tenía setenta y cinco —respondió apenada, encogiéndose de hombros— ella me aconsejó que esto era vital para un viaje.

—Perfecto —rezongó— ahora moriremos de hambre pero estaremos limpios —y arrojó el jabón que decía fragancia brisa de mar, aguas a dentro.

 Sin provisiones ni agua, en medio de la nada, perdidos y en una barca inflable diminuta. Muy prometedor.

 Sobe se sentó derrotado mientras yo separaba los comestibles de los que no lo eran, aunque tenía ganas de zamparme todo de un bocado, guardé el resto de las galletas y la comida en la mochila de Petra. Sabía que lo necesitaría en otro momento y las cosas que no servían las retuve en mi mochila como si me fueran a cobrar utilidad en otro momento, únicamente para que los ánimos de Petra no decayeran. Fue entonces cuando vi el calibre 45 que Sobe me había dado el lunes en Atlanta.

 Pensé que si lo tenía más cerca me salvaría de situaciones futuras. Esa vez no lo dejaría allí, me lo colgué al cinto, lo cubrí con mi camisa y me recosté en la caliente goma del bote inflable, pensando en si mis hermanos estarían mejor que yo.

Las malas acciones de Jonás Brown [1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora