Me llevo a la muerte unos regalitos.

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 Yo no entendía muy bien la expresión «se me rompió el corazón» pero cuando me despedí de Narel por última vez y luego vi a mis verdaderos padres que nunca había visto, de jóvenes, unos días antes de su muerte, juro que sentí algo roto y astilloso en mi pecho.

 Eco se encontraba observándome pusilánime, me vio emerger y respirar desesperado, aferrándome a los bordes de porcelana de la bañera como si las aguas pudieran absorberme debajo.

 —Creí que no saldrías, me preocupé —respondió pero no parecía muy preocupado, ni siquiera se había movido.

—Ya puedes relajarte —mascullé escupiendo agua espesa y llena de verdín de mi boca.

Tenía un sabor a cañería en los labios y todavía sentía la voz de... de mi madre. No podía ser cierto esas cosas no pasaban. La idea me derribaba, ellos me amaban, eran jóvenes y se querían mucho. Mi papá tenía un sentido del humor inadecuado y mi mamá amaba eso. Era lo único que pude descubrir de ellos en tan poco tiempo, además de que eran atractivos y yo no, como si la genética hubiera dado un salto conmigo. Después de eso mis cabellos eran igual de rubios que los suyos y mis ojos del mismo azul mar, intensos como agua irradiada por el sol.

Podrían haber tenido una hermosa vida por delante. Es más, se habían refugiado en otro mundo, viviendo como ermitaños en un bosque cálido y desolado, solo ellos dos, alejados de todos los mundos porque todo su mundo estaba su lado. Mi papá... el agente había dicho que los encontró unos días después de que nací. Seguramente las cosas se habían complicado y habían vuelto a nuestro mundo, acudiendo a un hospital por ayuda, fue entonces cuando La Sociedad dio con ellos. Me querían, me querían mucho. Acababa de descubrir algo inmenso, maravilloso y perturbador, algo así como encontrar un nuevo continente.

Me pregunté cómo habría sido si jamás nos hubiera separado. Tal vez me habría convertido en un aventurero curtido y conocedor de muchos peligros como Sobe. O tal vez habría sido un niño normal en alguna parte de un pasaje desconocido como Babilon. La cabeza me bombeaba de pensamientos dispersos que se escurrían rápido, sentía que la tenía llena de algodón.

—¿Qué te inquieta? —preguntó un tanto impaciente al ver que no me movía.

—Yo... vi también a mis padres.

Eco escudriñó el agua como si se preguntara cuál era su secreto. Hizo un imperceptible movimiento de hombros, tal vez los había levantado o tenía una mosca en ellos.

—Son aguas mágicas, tienen muchos secretos, tal vez te mostraron eso porque dijiste «Narel la persona que más quiero». Tal vez también te mostró las personas que más te querían.

Asentí más aturdido que antes.

—Espérame abajo —ordenó y me levanté a regañadientes, quería saber más de ellos pero me aterraba que me mostrara la forma en que murieron, no podía soportar ver eso.

Bajé las escaleras dejando un reguero de aguas estancadas detrás de mí. Escuché como Eco volteaba la bañera y se caía al suelo en un estallido de porcelana y líquido al momento que estrujaba mi camisa y me arrancaba verdín del cabello. Aguardé en la entrada del porche, sentándome en los desvencijados peldaños, debajo del techo desmoronado, observando las estrellas del desierto que brillaban como monedas de plata.

Al parecer el entorno de esa casa cambiaba con regularidad porque se veía una extensión rocosa detrás de las dunas que decrecía a grandes pasos y desaparecía en la distancia. Agarré un puñado de arena y observé cómo se escurría entre mis dedos.

Las malas acciones de Jonás Brown [1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora