II. Despedimos a Sobe como guía turístico

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Así fue como me encontré persiguiendo a una extraña por el bosque. Sé que nadie que no estuviera totalmente desesperado y perdido jamás se fiaría de un desconocido pero nosotros no éramos ese tipo de personas. Avanzamos del lado opuesto donde se encontraba la ciudad y luego rompimos camino hacia la izquierda. Los espesos bosques fueron perdiendo fuerza convirtiéndose en grupos aislados de árboles y una extensa pradera, hasta que sólo quedo hierba y el camino invicto.

Berenice volvió a montar su caballo y lo acarició todo a lo largo del cuello como si quisiera calmarlo de nuestra presencia. Sus manos finas se perdían en el pelaje blanco.

—Síganme —dijo y emprendió marcha resuelta sin esperar una respuesta. Tal vez había notado la desorientación de nuestra cara porque actuaba como si estuviera segura de que la seguiríamos.

En el trayecto intenté entablar conversación con ella, no era que tenía ganas de tomar un té y reír de anécdotas pero quería saber a qué clase de favor se refería, no creía que fuera un favor como reemplazar un neumático o pintar su pórtico. De todos modos la conversación fue tan divertida como el viaje con mis padres de la estación de policías a casa. No me importó porque fue igual a todas las conversaciones que había tenido con chicas a lo largo de mi vida. Se limitó a responderme con monosílabos si es que no podía decir menos. Y cuando me respondía escudriñaba su computadora con gesto preocupado y me observaba con ojos suplicantes que querían decir «Por favor, cierra la boca»

Creí que las conversaciones que había tenido a lo largo de mi vida con las chicas habían sido desastrosas pero al hablar con Berenice supe que siempre se podía estar peor.

Nuestras conversaciones fueron algo como esto:

—¿Wat es tu amigo?

Asentimiento de cabeza.

—¿Cómo se llama tu caballo?

—Luna.

—¿Así que eres granjera?

Asentimiento de cabeza.

—¿Te gusta?

Negar con la cabeza.

—¿Qué lindo clima verdad? —dije escudriñando las nubes plomizas.

Se encogió de hombros.

Después de unos minutos caminé hacia el fondo de la fila sabiendo que no podría sacarle información. Toqué mis ropas todavía húmedas por la lluvia de Atlanta e intenté darle calor con mis manos o exhalando bocanadas de aliento.

—La primera vez que hablas con un nativo de otro mundo es la más difícil —me susurró Petra—. Luego te acostumbras.

—No me resulta extraño eso. Me resulta extraño lo fácil que fue para esa chica que la siguiéramos —respondí estrujando mi remera.

Petra asintió y se alzó un silencio por varios minutos que sólo era abrumado por el susurro de las hierbas que se abrían cuando arrastrábamos los pies o cuando Sobe las apartaba con una vara.

—Recuerdo algo muy importante de este lugar —dijo Sobe y ambos lo rodeamos ansiosos de respuestas—. ¿Vieron lo que lleva la muchacha en el brazo derecho que emite pitidos cada vez que habla?

—¿El marcador? —inquirió Petra.

—Sí, esa cosa mide las palabras. Por cada palabra que pronuncia el número baja —indicó—. En Dadirucso nadie dice más de lo necesario. Recuerdo que terminé en un hospital, bueno mi hermano terminó en uno. Si un hospital de nuestro mundo es silencioso imagínate el de Dadirucso. Mi hermano me había puesto una camisa, dijo que no me la remangara por nada en el mundo y que no intercambiara palabras con alguien que no conociera. En fin, no importa. Estaba aburrido, entonces fui a explorar el edificio y en la sala de maternidad vi como se los ponían a los bebés.

Las malas acciones de Jonás Brown [1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora