Me vuelvo sacrificio humano (con Sobe)

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Cuando salimos de la cárcel no tenía idea dónde estábamos. El cielo era igual de negro en las calles y no había ninguna persona caminando por la acera que me permitiera saber de qué sector de la ciudad se trataba. Las despobladas avenidas y tiendas cerradas me hicieron saber que era de noche, los habitantes de Salger estarían sumidos en un silencioso sueño. La cárcel tenía un patio de hormigón delantero y su estructura se extendía en forma de «u». Salimos por uno de los extremos, atravesamos el patio de concreto, trepamos la valla y corrimos lejos de allí. 

Miré por encima de los edificios de tres pisos y noté una luz verdosa difuminándose en el cielo como una luciérnaga perdida. El Faro se erguía a la distancia, estábamos en el sector medio de la ciudad y nos dirigíamos al oeste, en los sectores pobres, donde era probable que tardaran en encontrarnos.

Nos alejamos de allí a toda velocidad hasta que escuchamos unos pasos que sonaban homogéneos como el latido de un solo corazón, una formación que caminaban en el mismo momento, al igual que robots. La patrulla discurría por la calle, Sobe nos detuvo y se agazapó cerca de un automóvil, la capa azul hondeó con su movimiento escurridizo. Todos nos ocultamos detrás de él, incluso Miles que observaba cada cosa como si lo ofuscara.

La patrulla transcurrió frente nuestro, tardó unos minutos en pasar y luego se marchó al este, rígidos, como un muro de metal y huesos. Sobe se volteó hacia nosotros susurrando furtivo.

—En la ciudad de Salger hay toque de queda, no se puede salir de noche —explicó—. Nosotros y esos soldados debemos ser los únicos en las calles.

—¿Ahora a dónde vamos? —preguntó Dante cubriéndose el rostro con la capucha porque también él se había convertido en un fugitivo.

—No lo sé, pero mejor es ir al oeste. El sector pobre, vive la mayor parte de la población allí, tardarán en encontrarnos.

Asentimos en silenció con expresión seria mientras Miles se observaba la mano con una sonrisa ebria. La colocó orgulloso frente a mi cara y preguntó arrastrando las palabras:

—¿No tengo la mano más bonita del mundo? ¿Eh, asesino?

—Mmm, sí —dije apartando la mano más bonita del mundo de mi rostro.

La patrulla terminó de marchar, salimos de nuestro escondite y nos alejamos de allí a toda prisa. Nuestros pasos resonaban en la grava como gritos de alarma, poco a apoco fuimos dejando los edificios, las calles estrechas o al menos las casas consistentes para adentrarnos en pasillos diminutos, viviendas débiles y un mercado que solo eran toldos con unos muebles desperdigados de aquí para allá. El Faro quedó más al sudoeste y nosotros nos adentramos al noroeste, muy cerca de la zona de fábricas, que se extendía a lo ancho de río de norte a sur.

Sobe nos condujo a ese extremo de la ciudad, un sector en donde nunca antes había estado. Pasamos una villa que antes no había visto y la atravesamos silenciosos como un cuchillo. Había sogas con ropa andrajosa secándose como fantasmas centinelas, suspendiéndose sobre nuestras cabezas.

La villa desembocó en algo que parecía un basurero y de hecho lo era. Había pilas de autos oxidados y apiñados, centenares de cajas dispersas y polvo deshidratado en el suelo.

Escarlata se bajó de mi hombro y olfateó el contorno con aire crítico, dejando sus huellas marcadas sobre el suelo cubierto de polvo.

Entre las pilas de basura y las montañas de artículos viejos y descuidados, como microondas o armazones de camas, discurrían pequeños pasillos que me daban pánico atravesar. Las montañas circundantes parecían a punto de derrumbarse. Por suerte la basura no era orgánica, sólo había polvos deshidratados, plástico, cartón, lonas y mucho metal, de otro modo el olor hubiera sido insoportable, pero el aire solo tenía un efluvio metálico y herrumbroso.

Las malas acciones de Jonás Brown [1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora