III. Cuando las estrellas no brillan las personas sí

341 70 47
                                    


Las explosiones irradiaron una ola de calor, el estallido retumbó en mis oídos y estos pitaron pidiendo piedad, el oxígeno se esfumó y un impulso explosivo casi provocó que nuestro escudo de concreto nos aplastara contra el edificio derruido. Obviamente el combustible había hecho todo el trabajo. Afirmé los pies contra la tierra y empujé unos centímetros el trozo de concreto para que no terminara con nosotros.

—Sosténganlo —susurró la voz de Walton comprimida por el esfuerzo.

No podía ver bien, de hecho no podía ver nada pero sentía como un peso colosal se nos venía encima. Estiré mis manos hasta que se toparon con algo sólido y lo sostuve como si quisiera levantar un techo, hice todo acopio de mi fuerza y permanecí en esa posición.

Por unos minutos no sucedió nada, sólo se oyó el crepitar del fuego. Después el sisear de las cenizas ardiendo como un último aliento. Los músculos de mis brazos enjutos temblaban y sentía que se llenaban de llamas fantasmagóricas. Habían pasado unos quince minutos y los perezosos soldados no se movían, lo que me resultó extraño. Se suponía que habíamos muerto, tenían más terreno para agarrar ¿Porqué demonios no lo agarraban?

Después de que el fuego se haya disipado se oyeron los primeros pasos caminando y haciendo crujir las pequeñas rocas del suelo. Contuve el aliento, estiré mi cabeza y pude ver sus siluetas vagas introduciéndose calle adentro. Los soldados habían decidido bajar las defensas.

Fue entonces cuando en un acuerdo tácito empujamos el trozo de concreto y Petra aventó sus canicas calle arriba mientras el grupo de Wat se encargaba de los tres soldados que había cerca del auto. Uno corrió lejos y fue seguido por los hermanos Fresno y Álamo que doblaron una esquina siguiendo sus pasos. El vapor azul y paralizante onduló a unos metros y se irguió como una montaña de gas. Escuché instantáneamente los cuerpos de los soldados caer totalmente dormidos como sacos llenos de rocas.

Después de unos segundos, Petra hizo una seña para que avanzáramos.

La calle del otro lado estaba totalmente destruida. Los escaparates habían reventado por el calor de las llamas, algunos edificios se encontraban tan llenos de agujeros que se podía ver cómo eran por dentro con total claridad. Uno tenía una cama con edredones verdes colgando por una hendidura cubierta de cenizas, la habitación del otro lado estaba revuelta como si un huracán la hubiera sacudido. Algunos autos se encontraban abollados y desfigurados por el ataque como si fueran de papel y alguien los hubiera vuelto un bollo. El suelo estaba cubierto de rocas, soldados inconscientes y afiches nuestros de se busca revoloteando en el aire. Los faroles parecían postes casi caídos como un vallado olvidado. La calzada estaba toda removida, caminé por ella a tumbos y enfilamos alertas hacia el Faro.

La calle desembocó en una extensión basta de hormigón, parecía una plaza pero no había ni bancos o esculturas, mucho menos árboles, únicamente suelo llano y estéril. Todas las calles desembocaban en esa plaza. A un quilómetro, en el centro, se erguía el Faro. Era exactamente igual a la torre eiffel a excepción de que el metal era de color verde oscuro y fulguraba como si estuviera caliente al rojo vivo pero emitiendo destellos esmeralda. No había nada en ninguna de sus plataformas o pisos. Sólo era una pieza de metal verde, propagando luz como un verdadero faro.

Estábamos en el principio de la plaza. Berenice sacó la esfera de su bolsillo y se arrancó el casco como si estuviera harta de ir igual al enemigo. El resto hizo lo mismo y yo también. Petra tenía el cabello caramelo pegado con sudor al rostro, se recogió el cabello en una coleta mientras comenzábamos a caminar. Estábamos exhaustos pero ansiosos, aunque la calma en el aire nos inquietaba.

Las malas acciones de Jonás Brown [1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora