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Quedaba apenas un día para que Luisita se fuera a París y no sabía decir si estaba ella más nerviosa o yo. Había empezado a preparar la maleta el día anterior, pero cada vez que estaba en casa la abría para asegurarse de que no le faltaba nada y meter alguna cosa más que seguramente ni sacaría durante los escasos tres días que iba a pasar en la capital gala.

Aquella noche, para despedirnos como merecía, habíamos decidido ir a cenar al centro de Madrid, a un restaurante en pleno Malasaña al que nos gustaba ir bastante a las dos y que nos permitía trasladarnos a la playa sin salir de aquella ciudad.

Luisita fue a buscarme por la librería y pasamos antes por su casa para que se despidiera de toda su familia y así poder ir tranquilamente las dos al aeropuerto al día siguiente, donde se reuniría con el resto de su equipo, sin tener que estar pendiente de ir a algún sitio o de que los Gómez la entretuviesen tanto que terminara perdiendo su vuelo.

Cata fue la primera en abrirnos la puerta y lanzarse directa a los brazos de su hermana diciendo que llevaba demasiado tiempo sin verla, a pesar de que aquella misma mañana había estado con nosotras desayunando en el Asturiano. El resto de la familia fue apareciendo poco a poco también para despedirse de la rubia, pedirle que les trajera algún que otro recuerdo y les llamara cada día. Nos tomamos una infusión con ellos, pensando en la comida que nos esperaba poco después y salimos de allí con Luisita jurando que haría todo lo que les había prometido.

- Yo también quiero que me llames cada día – susurré acercándome un poco más a ella, buscando su mano para entrelazar nuestros dedos y dedicándole una de esas miradas que solo me salían con ella

- ¿Solo llamada? – preguntó alzando sus ojos, que se encontraron rápidamente con los míos, mientras se mordía sugerente el labio

- ¿Qué otra cosa estabas pensando? – dije siguiéndole el rollo

- No sé – se giró para quedar justo enfrente de mí mientras sus dedos se desplazaban por mi camiseta y comenzaban a juguetear con mi cuello – se me había ocurrido que por la noche puedes hacerme una videollamada y hablamos de nuestras cosas

- De nuestras cosas, ¿no? – ella asintió sin dejar de morderse el labio y yo no pude más que aprisionarlo entre los míos aceptando sin ninguna duda su propuesta

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En cuanto salimos por la boca del metro, Luisita entrelazó sus dedos con los míos y yo sentí aquel cosquilleo que todavía no había dejado de recorrer mi cuerpo a pesar del tiempo que llevábamos ya juntas. Fijé mi vista en nuestras manos y subí mi mirada hasta encontrarme con sus ojos brillantes que no dejaban de observarme y de decírmelo absolutamente todo. Si algo me había llamado la atención de ella desde la primera vez que la había visto pasear por el barrio fueron esos ojos que la hacían tan visible ante el resto del mundo. 

Nos metimos por una de las calles y la terraza llena de gente nos indicó enseguida que habíamos llegado al restaurante. El camarero nos indicó por dónde ir hasta la planta baja y en cuanto la arena empezó a cubrir nuestros pies sentí cómo la rubia sonreía sintiéndose como una niña pequeña que disfruta de su lugar favorito. Nos sentamos en una de las mesas que había libres y pedimos una botella de vino para acompañar cada uno de los platos que nos fueran dejando sobre la mesa.

- ¿Brindamos? – pregunté elevando mi copa ya llena

- ¿Por qué quieres brindar?

- Por nosotras, por ti, por tu viaje, por tus éxitos y porque estoy segura de que vas a triunfar en París y en el resto de Europa – Luisita chocó su copa con la mía y se la llevó a los labios rápidamente degustando el vino

Por tus ramasWhere stories live. Discover now