3. Empatía

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Me sentía extraño cuando subí al autobús. Me esperaba un viaje de cuatro horas antes de poder llegar al pueblo donde nací y crecí. El lugar donde vivían mis padres, el lugar que dejé para cumplir mi sueño de ser escritor.

Y debía volver, a ese maldito lugar. Lo odiaba de verdad. Aunque no sabía exactamente cuál era la razón, donde se originaba ese malestar, lo atribuía falsamente a lo helado que podía ser, o quizás, a lo estrecho que era el lugar donde todos parecían conocer tu historia. Era un pueblo chismoso.

De cualquier modo, no era momento para maldecir mis raíces.

La culpa me invadió de repente. El no haber ido lo suficiente para ver a mis padres. El deseo incesante de no acercarme ese lugar me había alejado de ellos. En ese momento me bastaba con una vídeo llamada o pasarme un par de días para Navidad.

Sin embargo, aquello, en este preciso momento donde existía la posibilidad de perderlos me parecía insulso y vacío. Ridículo y egoísta.

La respiración se me aceleró y empecé a sentir angustia, por lo que saqué los audífonos del bolsillo y puse música para relajarme. Era un largo camino y debía ser fuerte hasta llegar. Mantenerme positivo hasta saber los detalles. Ese había sido el consejo de Emma.

Pensé en ella mientras sonaba en mis oídos Planeando el Tiempo de Elsa y El Mar. Cerré los ojos y recordé como me había consolado toda la noche.

No tuvimos más sexo. Sólo dormimos acurrucados.

—¿Quieres que te acompañe? —recuerdo que me preguntó.

—No, tú aún tienes un semestre por completar —le había dicho tajante—. Tienes tus propios asuntos que atender.

—Esto es más importante.

—Lo es, y es un asunto familiar. Iré solo.

Ella no dijo nada, sólo lo aceptó, pero como si esas palabras le hubieran dolido.

Me sentí mal al recordarlo. Había sido demasiado testarudo, la verdad es que tenía miedo de llevarla conmigo, tenía miedo de que todo eso resultara en algún compromiso. Sacudí mi cabeza esperando desaparecer esos pensamientos.

Pero no sucedía. Al contrario. Los agité y el miedo se intensificó. El autobús se sentía como si fuera a mucha velocidad y mis manos tuvieron que aferrarse con fuerza al espaldar del asiento de adelante mientras la cabeza me daba vueltas.

¿Qué estaba pasando?

La música se interrumpió momentáneamente y el celular empezó a vibrarme en el bolsillo.

Lo saqué con mis manos aún temblorosas.

Era el mismo número de la noche pasada.

—Hola —contesté con una superficial calma.

—Hola —contestó Zoé con una voz dulce.

—Ya voy en camino —dije—. ¿Sabes algo de mis padres?

—Nada.

—¿Entonces qué pasa?

—Quería saber cómo estabas Noah. 

La voz dulce de Zoé y su repentino interés por mi bienestar se sintió diferente. Me llenó de calma.

—¿Quieres saber cómo estoy?

—Sí —dijo ella—. Seguro no te sientes bien.

—Zoé no hablamos hace mil años.

—Siete no parecen tantos cuando hablas de mil años.

Me reí sin querer y sin darme cuenta.

La escuché reír también y recordé todas las noches en las que habíamos sido inseparables.

—¿Tú cómo estás? —pregunté con verdadero interés.

—Sería muy egoísta responder que bien, cuando tu familia está pasando por tanto —dijo con tanta empatía que me conmovió—. A pesar de tenerlo todo, esta vez me siento triste.

—Lo lamento —me disculpé.

—No es tu culpa —dijo con amabilidad—, y no te preocupes por mi —continuó—. Mi tristeza es natural y sin ella, estoy perfectamente bien.

Yo me alegré de escucharla decirlo. Le creía. Su tristeza sólo era consecuencia de esa empatía por los demás que siempre la había caracterizado.

—Noah —continuó...

—¿Qué pasa? —pregunté esta vez con más calma.

—Llámame si necesitas algo ¿de acuerdo? —y antes de que yo pudiera responderle volvió a hablar—. Porque, aunque ya no hablemos, siempre serás una persona importante para mí.

Mis ojos se aguaron sin ninguna razón.

Allí estaba ella, mi primer amor, diciéndome cosas que ya no esperaba desde hace mil años. 

La Insoportable Existencial del Amor (+18)Where stories live. Discover now