Prólogo

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Los largos y sinuosos túneles dentro de la Fortaleza eran húmedos, oscuros, siempre llenos de intersecciones y caminos sin salida. 

Parecía un laberinto.

No, la Fortaleza era un laberinto y a pesar de llevar cuatro años al servicio del maestre Edmund seguía equivocándose de camino. Después de perderse unas cuantas veces y terminar otras en callejones sin salida llegó a las habitaciones del maestre.

La puerta se abrió y frente a él se encontraba el viejo maestre que vestía ya su túnica para dormir. De su largo mentón nacía su larga barba blanca, eso y la falta de cabello le daba un aspecto solemne sumándolo a sus facciones de por sí finas y alargadas, nariz ganchuda y ojos imponentes le daban un aspecto de sabio. 

No. 

Él era un sabio.

—¿Me mandó a llamar, mi señor? —preguntó.

—No estarías aquí si no lo hubiera hecho, Pat —contestó el maestre Edmund llamándolo por su apodo. Su verdadero nombre era Patrick pero todos los que conocía desde que tenía memoria lo llamaban Pat—. Pasad chico tenemos varios asuntos de los cuales hablar.

—Cómo digáis, mi señor —respondió vagamente, debido a la confianza que le tenía el anciano. 

A pesar de las terribles situaciones que los juntaron el maestre siempre había velado por él y le había enseñado más que ningún profesor o experto en sus cortos diecinueve años de vida.

Juntos, maestro y aprendiz, entraron en la lúgubre habitación. A pesar de ello, el cuarto estaba bien iluminado gracias al brillo de varias antorchas, así como de una chimenea que siempre se encontraba encendida; todo un lujo comparado con el resto de habitaciones de la fortaleza. Patrick nunca la había visto apagarse por más horas que llevara encendida y sin necesitar leña nueva.

A su izquierda los estantes gigantes ocupaban más de la mitad de la habitación, con las repisas saturadas de frascos con infinidad de ingredientes: Acónito, huevos de cóndor en conserva, frascos llenos de sanguijuelas, hígados de ranas venenosas del Gran Lago, sangre coagulada de león dorado de Larak, veneno de cobra arbórea de Miran, bilis y veneno de basilisco y cuerno triturado de uro eran solamente unos cuantos ejemplos de una infinidad de éstas.

Todas esos olores se mezclaban, dando como resultado en una extraña fragancia que le provocaban náuseas. 

«Es imposible que alguien en su sano juicio pueda vivir con este terrible hedor, solamente alguien sin olfato podría». 

Arrugó la nariz tratando de que su gesto no le hubiese parecido muy grosero al maestre, quien convivía tranquilamente con aquel pútrido olor. Pat pensó que también terminaría acostumbrándose, pero ni siquiera tras cuatro años de práctica su olfato había logrado adaptarse.

Su cuerpo comenzó a sufrir arcadas y el vómito subía por la garganta, por suerte pudo tragarlo de nuevo dejándole una sensación amarga en la boca y ardor en el gaznate.

—Cómo sabes he cumplido ya ochenta años, soy un hombre viejo y la muerte ronda en cualquier lugar —dijo el maestre Edmund con voz tranquila sentado al lado de la chimenea—. Aunque eso no será un problema cuando abandone el mundo terrenal, el mundo de los vivos. Cuando trascienda al otro lado no tendré que preocupar por nuestra oscura y misteriosa vieja amiga solamente de una más brillante y más joven.

—No comprendo, mi señor —contestó Pat, confuso.

El anciano de vez en cuando hablaba en metáforas para hacerse más interesante y destacar aunque no lo necesitaba, era el hombre más importante de la Fortaleza.

(GANADOR WATTYS 2018) Crónicas de la Torre y la Luna: El DecimoterceroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora