El Amor de una...

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El armario era pequeño, húmedo y muy frío, realmente frío.

Tenía frío, mucho frío y las pieles y mantas no hacían nada para mantener el calor dentro de su cuerpo. Luna quería estar sentada alrededor de una hoguera, una fogata con olor a carne recién asada con cebollines y con una copa de vino, no le importaba de donde fuera o el año de su cosecha pero quería una copa de vino.  

Llevaba cinco días encerrada en su «camarote» completamente confinada, la única persona que la venía a ver era Ivynora y era para darle dos raciones de comida al día. 

Luna se miró las muñecas, al menos se curaban aunque el contraste desigual entre la nueva piel y la vieja la hacía sentir incómoda, hasta sucia. Era como comparar nieve recién caída con nieve embarrada de lodo.  Aunque en el lugar donde se encontraba no había lodo y mucho menos nieve, ¿alguna vez la volvería a ver? ¿Alguna vez volvería a pisar Castelia? ¿Alguna vez vería a sus hermanos y a su padre de nuevo? 

Los mercenarios utilizaron el mismo truco de encerrarla dentro del barril y así la ingresaron a la ciudad portuaria de Séptima sin alertar a los guardias. Después de eso estuvo tres, cuatro o cinco días encerrada y confinada en una posada maltrecha de mala muerte. Hacía tiempo que perdió la noción de los días y el tiempo, se encontraba tan cansada y tan débil como para contar. 

Debido al abrasador y extremo sol que brillaba en Séptima todos los días del año andaba cubierta de pies a cabeza, la exposición prolongada a los fieros rayos del sol le ocasionaban gran dolor y ardor en su piel. Otras personas al exponerse se broncearían y se pondrían más morenos, los más blancos parecerían manzanas rojas recién pulidas pero ella era un caso totalmente distinto. Sí, se ponía roja pero su piel se quemaba, ardía y dolía a escalas que la mayoría de las personas nunca entenderían; esa era la principal razón por la cual nunca había viajado tan al sur de su reino. 

—¡Hoy es el gran día! —exclamó un día Mychel, estaba tan devastada que ni siquiera hizo el gesto de levantar la mirada, prefería fingir que no lo escuchaba y por fortuna al mercenario no le importaba una mierda—. Nuestro barco zarpa al anochecer, querida —Siseó al pasar su mano sobre su rostro maltrecho y agotado, ¿seguiría siendo igual de guapa?

La volvieron a meter dentro del barril y a partir de ese momento fue que sus recuerdos se volvieron más nebulosos y caóticos, lo que recordaba a la perfección era el ser desatada por Ivynora y abandonada en aquel pútrido armario. No opuso resistencia, se encontraba harta y muy, muy cansada.

—Al menos estoy sola —murmuró una noche.

«Nunca has estado sola», una voz murmuró en su cabeza.

—Nunca he estado sola —repitió con los ojos llenos de lágrimas hecha un ovillo en el piso de madera mojada—. Nunca he estado sola, nunca he estado sola.

Los espacios vacíos en su memoria ya no eran tan largos y prolongados como lo fueron pero persistían de manera casi imperceptible que parecía que nunca sucedían en lo absoluto pero Luna sabía, lo sabía con total seguridad. 

«Estoy perdiendo la cabeza».

—Quiero salir a cubierta —pidió una mañana, ¿o tarde? No lo sabía con certeza, a Ivynora que le trajo su alimento del día: medio pescado frito con una taza de agua. Se encontraba tendida sobre el suelo, la miró a los ojos negros y la confrontó—. Es lo menos que merezco, dale ese pequeño capricho a tu prisionera. Llevo días encerrada aquí sin más compañía que las cucarachas y cuatro paredes de madera vieja, húmeda y apestosa. Ni una ventana, nada. ¿Qué tan miserable tengo que ser? Dímelopor favor Ivy. Déjame salir, por favor. ¿Qué más miserable de lo que ya soy para que estén satisfechos?

(GANADOR WATTYS 2018) Crónicas de la Torre y la Luna: El DecimoterceroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora