El Anuncio Real

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Elena ya estaba lista esperando fuera de sus habitaciones. Se veía tan inocente con el vestido celeste que llevaba puesto. A su lado derecho la acompañaba Sir Jacob y a su lado izquierdo sus dos institutrices, lady May y lady Andreas. La primera iba vestida con un vestido de terciopelo gris, su nariz ganchuda, arrugas y mirada severa la hacían parecer muchos años mayor, en cambio Andreas llevaba puesto un vestido escotado colo rosa pastel con algunos adornos de mala calidad, su largo y ondulado cabello caían sobre sus hombros.

Apenas al acercarse Joanne sintió el fuerte hedor de los perfumes que portada. 

Las saludó por cortesía con una sonrisa falsa sobre su rostro.

Le molestaba tener que llamarlas «Ladies», no poseían sangre noble y si la tenían estaba muy diluida. Sus títulos eran por pura mera cortesía pero sólo eso las hacía sentirse superiores a las demás criadas por que al final de cuentas eran unas simples sirvientas.  

 —Buenos días, Su Alteza Real. Vuestra hermana se encuentra lista —informó la amargada May.

 —Buenos días —saludó con gélidos modales—. ¿Lista para irnos? 

 —Claro, os seguiré a donde vayáis, hermana —Elena la recibió con una sonrisa y con los ojos bien abiertos. A pesar de no poder ver y tras la desaparición de Luna ella no había dejado de sonreír. 

La envidiaba por ello, la envidiaba con toda su alma.

«Unos ojos que miran hacia la nada», reflexionó Joanne al ver esos ojos vacíos.

Juntas se dirigieron a la Sala del Trono donde su padre daría el anuncio real. La mayor parte del trayecto lo recorrieron en silencio, el único sonido que se escuchaba eran los pasos que daban al recorrer los solitarios corredores de piedra gris y el sonido de las armaduras de los caballeros. Joanne giró a ver algunas veces a su hermana pequeña, sus ojos verdes tapados con una capa nívea estaban enrojecidos, desconocía si por la partida de Elys o la desaparición de Luna; tal vez ambos. 

Todo fue silencio hasta que Elena lo rompió.

 —¿Crees que se trate de nuestra hermana, Joanne? —preguntó su hermana ciega.

—No lo sé, espero que sí —respondió con tono taciturno y seco, lo que menos quería hablar era sobre la desaparición de Luna.

Desde la desaparición no había parado de llorar, no quería ser la siguiente. Sus brazos eran la prueba de sus miedos, estaban tan destrozados y débiles que hasta el más mínimo roce los hacía sangrar, su único consuelo eran, irónicamente, los brazos de Ann.

—Jo, deberías dejar de hacer esto —dijo señalando a sus muñecas—. Nadie te hará daño. Yo te protegeré, te salvaré. No tengas miedo mi dulce princesa.

—Ann, tengo miedo, no sé qué haré. Estoy asustada, si Luna pudo ser secuestrada en la noche más vigilada del castillo. ¿Quién evitará que me pase lo mismo? ¿Por qué los dioses permitieron que esto pasara? ¿Por qué los dioses son crueles? —confesó con los ojos llenos de lágrimas.

—No conozco las respuestas, pero lo único que sé mi dulce princesa es que no dejaré que nada os pase —susurraba mientras le robaba un beso—. Te amo, Jo.

—Yo igual te amo, mi dulce damisela.

A pesar de estar casada Joanne seguía teniendo encuentros con Annabel. Le encantaba cuando Ann la besaba de los labios a la boca, recorriendo cada centímetro de su blanca piel. Además de que Trey prefería estar más tiempo entrenando o cazando con Sir Dane Ashwood que estar con su amada esposa. Daba gracias a eso y que su esposo se hubiera ido con su padre a Bastión del Bosque para movilizar la búsqueda de Luna en el ducado de Woodstrange. 

(GANADOR WATTYS 2018) Crónicas de la Torre y la Luna: El DecimoterceroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora