Muñeca (Parte 1)

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Antes de que perdiera la vista, cuando Elys quería ausentarse de las prácticas bajo la atenta y severa mirada de Sir Cranston, el maestro de armas del Castillo de Cristal, intercambiaban posiciones. 

Elys se ponía sus vestidos y Elena el jubón y cinturón de cuero y nadie nunca se dio cuenta de ello en los dos años que lo hicieron; Elena entrenaba con la espada y el arco y su hermano mellizo cosía y leía con las doncellas. 

Eran idénticos como dos gotas de agua menos en una cosa. Los Dioses hicieron en su merced a Elena en una mujer y a Elys en un hombre. ¿Por qué tuvo que ser así? ¿Por qué los Dioses la habían castigado de esa manera? Detestaba coser y ser una dama, quería cabalgar por las planicies y ser libre, eso era lo que más quería pero eso ya no era posible. 

Sus ojos, sus ojos blancos y ciegos, eran los que impedían su sueño.

Elena obviamente carecía de técnica ya que todo lo que hacía era pegarle a un tronco de madera alcochado con cuero y lana pero al menos servía para, de cierta manera, expulsar toda su ira. Más allá de la oscuridad de la cual su mundo se componía sentía las miradas juzgadoras de todos los guardias, de todas las sirvientas, de su hermana que la observaba desde algún lugar junto a su esposo.

Sir Sebastian era el encargado de «entrenarla» si es que aquello podía llamarse entrenamiento. Su hermano Brandon le dio el permiso pero con la condición de que el Decimoprimer Caballero fuera el que se hiciera responsable de todos los actos. Buenos como malos. 

Diez días habían pasado desde que comenzaron.

—Brandon... —murmuró entre dientes y asestó otro golpe contra su inmóvil contrincante. 

El golpe fue tan fuerte que hizo temblar todo su cuerpo, fue con tal fuerza que terminó perdiendo el equilibrio y cayó en la nieve embarrada de lodo.

—¡Elena! —gritó la voz de su hermana, Sir Sebastian la ayudó a incorporarse de nuevo—: ¿Se encuentra bien, su alteza?

—Sí, me encuentro bien —mintió, dentro de su boca sentía el sabor metálico de la sangre al parecer se había mordido un labio.

Se encontraba tan envuelta en protectores que tirada en el suelo debía parecer como una tortuga sobre el caparazón. De ser cualquier otra persona incluso sus hermanos los hombres que la rodeaban hubieran comenzado a reír pero ese no era su caso. 

«Ríanse, por favor, háganlo. No quiero su pena, no la quiero y nunca la querré. Ríanse por favor».

—Sí —repitió Elena quitándose la sangre que tenía en el labio—. ¿Continuamos?

—Cómo vos se sienta —respondió Sir Sebastian—. Ya ha pasado más de una hora, creo que es momento que nos detengamos pero como vos desee.

—Entonces continuemos.

En medio del frío y la nieve la princesa ciega continuó con su «entrenamiento». Resoplaba, jadeaba y golpeaba con fuerza el tronco de madera inmóvil hasta que sus brazos le dolieron y comenzó a sufrir pequeños calambres fue hasta entonces que decidió parar. Todos y cada uno de sus golpes eran dedicados a una persona en especial.

—A la próxima quiero intentar con una espada de torneo, embotada claro. No queremos sufrir ningún accidente —Elena esbozó una gran sonrisa, falsa claramente pero todo el mundo estaba igual de ciego que ella para no darse cuenta de ello. 

—Eres demasiado delgada, hermanita —dijo Joanne. Cogió su brazo y palpo el músculo de su brazo izquierdo—. Dudo que puedas sostener una espada de acero no digamos en blandirla. Creo que es mejor que os quedéis con las de madera por un tiempo.

(GANADOR WATTYS 2018) Crónicas de la Torre y la Luna: El DecimoterceroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora