Puerto Luna

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Cuando salieron de Ciudad Zafiro lo hicieron con solamente tres caballos. Por orden real se le otorgó a cada uno de los caballeros un saco de oro y plata para poder pagar los pasajes del barco que los llevaría a La Encrucijada, una isla en medio del Mar de la Convergencia. La Confederación del Cruce estaba rodeada por el reino de Castelia al noroeste; las Hijas de Nirasar, los fragmentados reinos del antiguo Sacro Imperio de Nirasar al sureste; al noreste por los reinos de Roder y Corrus, ambos dedicadas al comercio de esclavos.

La Encrucijada era gobernada por el Concilio de Comerciantes que cada tres años eligían a un príncipe para representarlos. Un sistema político heterodoxo pero al parecer bastante funcional ya que con su gran flujo de barcos y posición estratégica dominaba los mares y por lo tanto a los reinos a su alrededor. 

Ese gran bullicio y concentración de información era lo que los tres caballeros buscaban con tantas ansias, alguna pista acerca de la princesa debía estar por los húmedos muelles o en las sombrías tabernas o en los extravagantes burdeles. 

La información estaba allí, solamente tenían que encontrarla.

El camino hacia Puerto Luna duró menos de tres días, galopaban del alba al ocaso por el camino real. Atravesaban pequeñas aldeas, huertos, bosques y pueblos fortificados. Al anochecer acampaban en torno a una fogata bajo el firmamento. Ninguno hablaba, ni siquiera un susurro. La última noche le tocó a Jerome hacer la guardia, podía observar las hogueras de algunos viajeros a su alrededor. Con firmeza sujetó la empuñadura de su espada.

Jerome se quedó observando las estrellas del inmenso firmamento, preguntándose que habría más allá. Sin darse cuenta cayó dormido en el árbol donde estaba recostado todavía sujetando a Hermana Negra. No soñó nada.

Una patada lo despertó, de allí un grito y luego otra patada.  

—¡Os quedastéis dormido! —vociferó Sir John con su aguda voz, que no inspiraba respeto alguno. en cambio su miraba era fría como el hielo y cortante como el más vil acero—. ¡Alguien pudo habernos robado! ¡Asesinado! ¡O algo peor!

Se levantó con el abdomen adolorido y con rabia en los ojos.

Quedó frente a él, el enano apenas le rozaba la barbilla. Así parecía el niño que realmente era.

—¿Algo más que queráis decir? Un error lo comete cualquiera. Tal vez quiera arreglar esta pequeña disputa de otra manera —dijo Jerome, señalando con la mirada su espada.

John ni siquiera se inmutó, sólo lo observaba hacia arriba. Aquellos ojos, aquel zafiro y esmeralda lo miraban fijamente, como si penetraran su alma y la desgarraran en miles de pedazos. Aquellos ojos que sin inmutarse mostraban tanto como lo que ocultaban. Una fascinación repentina llegó a Jerome por hundirse más en ese mundo bicolor. Sintió un escalofrío recorrer su espalda por los pensamientos que fluían en su mente pero todo terminó en un parpadeo cuando el frío acero de John pasó frente a sus ojos, tuvo suerte de haberlo esquivado.

—¡Deténganse en este mismo instante! —bramó el viejo Sir Charles tratando de calmar a su aprendiz—. ¡Deteneros John!

—¡No te metas en esto! —chilló.

—No os preocupéis, Sir Charles. Le enseñaré a este niño a respetar a sus mayores —dijo tranquilamente Jerome entrando en sí—. ¿Por qué tanto alboroto? El día de ayer estabas más silencioso que una tumba y hoy amanecesde este humor. ¿Acaso la sangre lunar llegó?

Eso pareció enfurecerlo mucho más y lanzó un tajo. El acero chocó contra el acero con un clamor estrepitoso. Jerome desenvainó la espada justo a tiempo. Un retraso de menos de un segundo y el tajo hubiera cortado la mitad de su rostro.

(GANADOR WATTYS 2018) Crónicas de la Torre y la Luna: El DecimoterceroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora