Capítulo 43

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Me fui tarareando todo el camino de regreso

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Me fui tarareando todo el camino de regreso.  Adrián estaba dejando mucho que desear de sus habilidades de semi Dios.  Había pasado al baño a lavarse la cara y tuvimos que detenernos a comprar una botella de agua en el camino.

Ni siquiera pudo despedirse de mi abuela, porque ella olvidó quién era después del baile.

—¿Qué te pareció? —pregunté.

—No sabía que te gustaba bailar —dijo.

—¿En serio?  No ves estos rizos caribeños —respondí, en tono de broma.

Me detuve frente a su casa, pero él no se bajó de inmediato.

—¿Y cuál es la historia? —inquirió.

—A mi mamá le dio un cáncer fulminante cuando yo era niña.  Murió exactamente diez días después de entregarme a mi abuela. Ella cuidó de mí hasta que la vejez y el alzheimer le impidieron continuar, entonces me fui a vivir con mi papá —expliqué—.  Él tenía su propia familia, de hecho, siempre la tuvo.  Yo fui la desconocida que llegó a entrometerse.  Jena no se lo tomó nada bien, pero tuvo que aceptarlo.  Papá nunca ha sabido estar presente, le va bien en lo profesional, pero su vida íntima siempre ha sido un desastre. Es como un niño con dinero y buen nombre.  Y... Bueno, Elías no es el mejor hermano del mundo, a veces lo odio, pero también creo que su comportamiento se debe a que desde niño absorbió el despecho de su madre... Aun así, si lo pienso bien... Nunca he sentido que seamos hijos de madres distintas, no sé si me entiendes.

Esa última era una confesión que jamás creí hacer públicamente.

—Claro —dijo.

—El punto de todo es que... Hablar de esta otra familia sigue siendo un punto sensible, a Jena le encanta aparentar que yo siempre pertenecí a su familia, aunque a puertas adentro no lo demuestre. Papá no hace nada, y bueno, alguien debe cuidar de mi abuela, así como ella lo hizo conmigo.  —Hice una pausa—. Por eso tengo que trabajar.

A sus espaldas, vi a su madre saliendo de la casa, en nuestra dirección.  Vestía un sweater amarillo, unos jeans, y caminaba como si flotar a en el aire.

—Vienen a buscarte —señalé.

Adrian bajó la ventanilla.

—Estamos hablando —Le dijo a su madre.

—Tengo el almuerzo listo —expuso—. ¿Ya comieron? Sybilla podría acompañarnos.

Adrian fulminó a su madre con la mirada, ella se defendió, modulando con los labios sin emitir ningún sonido, a lo que su hijo se encogió de hombros. 

Esas discusión sí que valían la pena.  En completo silencio.

Finalmente la dueña de hogar, ganó.

—¿Te unes, Sybilla? —inquirió, feliz.

—No estás obligada —agregó Adrián.

—¿Sería bienvenida? —Le pregunté, después de recibir tremendo comentario.

—Ah... Pues sí —repuso, consternado.

Y la verdad es que yo estaba muriendo de hambre.

La mamá de Adrián abrió el garage para que guardara mi auto.  En su opinión, era un coche demasiado bello para que alguien le hiciera daño afuera.

Se presentó como Michelle Katsaros y me contó que sólo estaban en casa ella y Adrián, pues su padre andaba de viaje en Grecia, omitió por completo el asunto del divorcio.

—Aún así, nunca estamos solos, las visitas siempre llegan —concluyó.

Sirvió los platos de estofado, y reconozco que cocinaba bastante bien, aunque apenas podía comer de tantas preguntas que lanzaba.  Era como una máquina, quería saber de mis padres, de mi hermano, qué hacía, qué tal iba la universidad, qué me gustaba hacer, y cuando se enteró que habíamos ido a bailar, el rollo de preguntas giró mucho más rápido, que dónde había aprendido, cuánto tiempo llevaba bailando, cómo le había ido a Adrián en su primera clase, si volveríamos a ir, y así.  Elogió mi vestido y tuvimos que esperarla a que acabará su plato, pues de tanto hablar, era la única sin terminar.

—El truco es sólo seguirle la corriente, y decir "bien" de vez en cuando —Me explicó a Adrián, cuando fue a despedirme.

—Yo creo que es agradable —dije—. Yo pienso que mi mamá era igual de alegre.  Ya conociste a mi abuela.

—Alegre no es lo mismo que chismosa.

—Ella te quiere.

—¡Me acosa! —exclamó.

—Solo se preocupa. 

—¿Por qué la defiendes?

—Me ha dado comida gratis —respondí rápidamente—. Además, si mis amistades conocieran a mi abuela, todas acabarían aprendiendo salsa.

Adrian sonrió.

—No rechaces ese cariño que te llega de manera tan desinteresada. —Le aconsejé.

Desde ayer, que extrañaba a mi madre mucho más que de costumbre.

Me despedí y di la vuelta para entrar a mi coche.

—Eh... Syb. —Me llamó.

Me giré.

—Ah... Nos vemos más tarde —dijo.

—Yo no puedo faltar —respondí—, pero te espero.

Entré al auto y encendí el motor.

—Eh... ¡Syb! —Volvió a decir.

Le miré.

—Yo... Podría tomar otra clase de baile —propuso—, otro día, avísame.

—Es todos los sábados —contesté—. Pasaré por ti.

Apoyé las manos en el volante, todavía temblaban.  Realmente se sentía como si mi vida se hubiera reiniciado.

Esa tarde Adrián se presentó tarde, con una playera con la imagen de Celia Cruz estampada.

Apenas lo vi entrar, solté una risotada tan fuerte que llamé la atención de todos los clientes.

—No me hagas llamarte por mi segundo nombre —supliqué, cuando llegó a la barra.

Me gustaba sacarlo de su calma habitual, disfrutaba de sorprender a este chico que siempre parecía saberlo todo de la vida.

—¿Es broma? —preguntó.

—¿Crees que mi abuela me habría aceptado bajo otro nombre?

La conmoción se convirtió en una sonrisa.
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El deseo de AfroditaOnde histórias criam vida. Descubra agora