Capítulo 62

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La fragua ardía

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La fragua ardía. Y ya sé que no estoy diciendo ninguna novedad, pero en serio, hacía tanto calor que apenas sí se podía respirar.  Es más, cuando Adrián encendió las antorchas, porque él era un hombre a quien le gustaba el método clásico, pese a que igual tenía un sistema de iluminación eléctrico "sólo para emergencias", le pedí que las apagara.

—¿Y cómo vamos a ver? —preguntó.

—Hace mucho calor aquí —expliqué.

Adrian miró a su alrededor.

—Solo procura hidratarte.

Ya no quería mi maldito proyecto.

—Con suerte el agua no va a evaporarse —mascullé.

Pudo haber escuchado mis quejas, pero prefirió ignorarlas.  Se dio la vuelta sin prestarme atención, y sacó un par de guantes de soldador y unas botas de seguridad de un baúl.

Me las entregó e indicó un pequeño taburete donde sentarme.

De mala gana obedecí, me quité los zapatos y los reemplacé por los que él me había dado, me quedaban algo grandes, pero podía moverme sin tropezar.

—¿Son tuyos? —inquirí.

—No, los compramos cuando a la chusma se le ocurrió hacer un planetario —explicó.

Se agachó a mi lado, para tomar mi mano y deslizar un guante sobre ella, su contacto era suave, y sus movimientos firmes.  Podía entender cómo lograba diseñar artefactos tan finos y hermosos.  Él era así, tan fuerte que podía moldear el metal, y tierno, tan tierno que era capaz de crear las cosas más hermosas a partir de un mineral sin forma, o de trasmitir una corriente eléctrica por mi torrente sanguíneo, con el más simple tacto.

Hizo lo mismo con mi otra mano, y luego levantó su mirada en mi dirección.  Mis ojos se toparon con sus oscuras pupilas, mis labios estaban entreabiertos y puede que ambos pensáramos lo mismo.  Estiró su cuerpo y atrapó mi boca con la suya.

La temperatura me subió un poco más.

Cerré los ojos, mientras su lengua jugueteaba con la mía.

Cuando nos separamos, me entregó una botella de agua, que bebí de inmediato, ya que me encontraba seca.  No estaba fresca, sino más bien tibia.  No debía ser al azar, más bien, suponía que cuidaba fuertes cambios de temperatura en mi interior.

—¿No quieres? —inquirí.

—Estoy bien —contestó—. Ahora, un par de reglas, no podrás sobrepasar más de una hora aquí dentro, y si te sientes mal, preferiría que salieras antes.  Voy a evitar riesgos, pese a que regulé la humedad y el calor de este lugar antes de que vinieras.  No voy a encender la fragua contigo adentro, porque la temperatura va a descontrolarse.

—Bien —accedí.

—Hablemos de los cristales —dijo con aire de profesor—. ¿Hiciste tu tarea?

El deseo de AfroditaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora