Capítulo 12

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ANGELO
(Angelo)

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—No —la escuchó decir, en apenas un susurro—... No —reiteró ella.

Angelo sintió cómo su pulso se aceleraba; sintió el pálpito, más fuerte en cada latido, subir por el pecho y llegar a su cuello. No... ¿qué?

—¿El qué? —terció Matteo.

El corazón le dio un brinco; los pálpitos llegaron a las sienes. Matteo. Sí le habían dado el recado en el supermercado y... ¿él había escuchado su conversación? Había estado tan metido en ella, que no había prestado atención a nada más que no fuera Annie. Dios... ¡¿Matteo había escuchado algo?! Se dijo, sin la menor duda que, si Matteo había escuchado, al menos un poco... iba a deducirlo.

Matt parecía una persona despistada, pero no lo era. Ésa era Annie: la desorientada, la que tardaba más en percibir las cosas o sencillamente no lo hacía —porque siempre estaba metida en su mundo—. Pero ésta vez no sería igual. No, gracias a Rita... y a él mismo, a los descuidos —errores— que él mismo había cometido. Si su hermana aún no se daba cuenta, iba a hacerlo pronto porque Rita había sido certera en cómo eran cosas; aunque... lo que él sentía por ella estaba lejos de un simple enamoramiento. De hecho, ¿qué significaba exactamente ésa palabra? ¿Qué era enamorarse? ¿Conocer a alguien y comenzar a sentir amor por él o ella? ¿Así, de repente, como un tronar de dedos?

Para Angelo Petrelli eso era... ridículo. Absurdo. Para él, se podía llegar a sentir interés por una persona: era un proceso bioquímico que, si no menguaba hasta desaparecer, con el tiempo podría llegar a convertirse en aprecio, pero... ¿amor? Un sentimiento como ése, a su parecer, se lograba únicamente con los años, con la entrega. Él, al menos, sólo lograba sentir eso por aquellas personas con las que había crecido y las que formaban parte de su vida incluso antes de que pudiera comprender el concepto de vida.

Miró a Anneliese a los ojos. Sus ojos azules —los más bonitos del mundo, para él— revelaban cuán turbada se encontraba. ¿Ella estaba sintiendo asco por él? Seguro no más del que sintió cuando tuvo el descaro de besarla, en la cocina, o aquella noche, en el retiro...

Apretó los dientes; aquella noche, en la cocina, Anneliese lo había mirado como si él fuese un enfermo y no la culpaba en absoluto. Estaba arrepentido y se había maldecido incontables veces por ello, pero... él realmente no lo planeó. El deseo eterno, profundo, desesperado y famélico, siempre estaba ahí, pero no lo planeó. Ni siquiera se dio cuenta de lo que hacía hasta que finalmente la besó.

Y el campamento... Al principio sólo estaba ahí, abrazándola, intentado tranquilizarla, pero una vez que el terror pasó —el de ambos— y la rabia se esfumó, cuando su corazón dejó de golpetear, enloquecido, en su pecho, y el pánico abandonó su mente, cuando se quedó tan débil que también él estaba suplicante de consuelo, cuando ya todo estaba oscuro, en silencio... comenzó a disfrutarlo. Dios, ¿hacía cuánto tiempo que no la tenía entre los brazos? Ella estaba medio desnuda —así, como la había tenido siempre—, llena de paz y... él la extrañaba tanto; hacía tanto tiempo que no recorría su piel dorada, mientras ella dormía, que la sensación física ya se le estaba olvidando. Sólo eran caricias —así, como la había acariciado siempre—; deslizó sus dedos por el vientre plano, disfrutando de su calma y de su respiración suave, rítmica —saberla tranquila lo apaciguaba a él—, pero luego sus manos siguieron —así, como habían hecho siempre, acariciándola porque a ella le gustaba y a él le encantaba tocar pada parte de ella— la recorrió como había hecho incontables veces... como quería hacerlo por siempre. Ni siquiera había sido un acto sexual.

Ambrosía ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora