Capítulo 23

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UNA FOTO
(Una foto)

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Irene Ahmed soltó una risilla y se acercó a su cuñada, Gabriella, para susurrarle al oído:

—Creo que todos están más atentos a lo guapo que es, que en su proyecto.

Gabriella, sin dejar de grabar a Angelo en el escenario de la enorme sala, le respondió:

—Naturalmente, ¿ya viste a los otros? Están deformes.

Annie pensó en que esa conversación quedaría inmortalizada, para siempre, en el video que ellas hacían. Aunque no las culpaba: aquel día, en aquel mismo instante, ya había escuchado a siete personas mencionar lo apuesto que era Angelo.

Estaban en una ceremonia privada, de premiación, por un proyecto llamado Changing the World, patrocinado por un grupo de filántropos europeos, que tenían la intención de promover la educación de jóvenes en países tercermundistas. El director del liceo, Sergio Falcó, había creído que era buena idea inscribir a Angelo en ése concurso, enteramente para jóvenes de entre quince y diecinueve años —pues la estrategia era, además de generar conciencia, crear una estrategia atractiva para otros de su misma edad—.

Y aunque al principio el muchacho se había negado a participar, dos días antes de la fecha límite de entrega, comenzó a escribir su proyecto, pues Sergio le había prometido quitarle el castigo de las tutorías, que le habían impuesto: una semana antes de eso —dos semanas luego de que Angelo y Annie visitaran el departamento de Raimondo—, la profesora de biología lo había encontrado mensajeándose con... alguien, durante su examen, por lo que el director no había tenido más remedio que castigarlo —todo el grupo se había dado cuenta— obligándolo a dar tutorías de matemática, todos los días, por una hora. Al enterarse, Anneliese se había sentido culpable: Angelo no estaba mensajeándose con nadie, sino enviándole las respuestas de su examen de química a ella.

Gracias a que Annie no entendía química, él había sido castigado con una de las cosas que más odiaba en la vida: intentar explicar —lo que fuera— a personas lentas.

Angelo Petrelli hablaba poco y jamás intentaba debatir ningún tema, ni corregir a los otros —aunque sus opiniones fuesen tan ignorantes o erradas, que dolían—, sencillamente porque le daba pereza. Perdía el tiempo, decía. Él no se consideraba a sí mismo una persona inteligente —aunque, indudablemente, estaba muy por encima del promedio—, se lo había dicho un montón de veces a Anneliese; lo que sí creía, sin embargo, era que algunos padecían de alguna clase de invalidez mental, por no ser capaces de comprender asuntos simples; lo último no lo había exteriorizado abiertamente, pero estaba implícito en la expresión de exasperación total, que ponía, al intentar explicar algo a cualquier persona... Excepto a ella, claro. Annie lo sabía. Cuando ella no entendía algo —lo que fuera—, él sólo la besaba y le arreglaba el problema. Así había sido siempre.

Algunos podrían opinar que Angelo era un egocéntrico, pero no era así: él sencillamente era una persona apática y poco tolerante, que a veces, ni él mimo —debido al desinterés—, era consciente de su propia capacidad.

Como en ese momento, que había ganado el primer lugar, de entre cientos de participantes, por un proyecto que escribió mientras miraba una película de zombis, con su familia y amigos, pues él no se había limitado a sugerir talleres interesantes: los suyos habían sido puramente educativos y, el atractivo, radicaba en los programas de capacitación laboral —había argumentado que, una persona que deja los estudios para poder conseguir dinero, lo que quiere es trabajo—: les ofrecía enseñarles una profesión y un lugar donde pudiesen trabajarla, al mismo tiempo que estudiaban y, con su estrategia —que requería de una inversión inicial mínima— se generarían los recursos económicos que permitirían al proyecto sostenerse a sí mismo por, al menos, diez años.

Ambrosía ©Where stories live. Discover now