[3.2] Capítulo 10

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E LA FAVOLA, È FINITA
(Y el cuento de hadas, se acabó)

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Anneliese Petrelli abrió los ojos, pero la oscuridad en la habitación, gracias a las cortinas que Angelo siempre mantenía cerradas, a ayudó a quedarse, por un par de segundos, con la mente en blanco; incluso a cubrirse la cabeza con el edredón y hacerse ovillo. Estaba realmente cómoda sobre aquella cama de colchón... ¿cómo le había llamado Angelo? Algo de terapéutico, para personas que debían permanecer largos periodos en cama... ¿era ése con diseño de cascarón de huevo, pensado para evitar llagas en la piel?

Lo habían probado una noche en el hospital de los Fiori, donde el muchacho hacía sus prácticas médicas —con frecuencia, Anneliese delegaba el cuidado de Caleb a sus primos para poder visitar a su esposo en el trabajo—; ellos se habían encerrado en el área de personas en coma, donde cenaron y luego se quedaron dormidos, abrazados, y al despertar, estaban convencidos de que debían conseguir uno de esos colchones.

No lo habían hecho, sin embargo, hasta que Uriele le obsequió a Jessica su cabaña en Lombardía, y los muchachos comenzaron a renovar muebles y arreglar desperfectos; aquella sería su primer invierno, luego de mucho tiempo, en aquella cabaña y... Algo comenzó a incomodar a la muchacha.

Demasiada comodidad aún con aquel colchón para enfermos... O, ¿sería el silencio?

Se descubrió la cabeza y, como pensaba: se encontró sola. No estaba Angelo, ni Caleb ni... Escuchó algo fuera de su ventana. La risa de Raimondo. Salió de la cama y fue hasta la ventana, donde abrió la cortina lo suficiente para poder ver... Apretó los labios y sacudió la cabeza, rechazando lo que sus ojos veían. Tomó su bata, rosada, afelpada, cuyo gorro tenía dos enormes orejas de conejo, y calzándose apenas las pantuflas, salió vistiéndose la bata sobre la blusita blanca, de tirantes, y los bóxers a juego, que llevaba puestos.

—Buen día —la saludó Lorena, llevando ropas no más presentables que ella, pero sí con la cara lavada, con los cabellos recogidos y una taza de café en la mano, evidenciando que llevaba mucho más tiempo de pie, que ella.

Annie le respondió con un movimiento de cabeza y se apresuró a bañar las escaleras, atándose la bata a la altura del ombligo. De reojo, vio gente en la sala de estar, acomodados frente al televisor, calentándose con la chimenea encendida, pero no les prestó atención. Salió apresurada y rodeó la cabaña, mientras diminutos copos de nieve le invadían los cabellos rubios, poniéndola aún más tensa; y mientras más se acercaba, más claros se volvieron los sonidos: Raimondo se reía más fuerte y Angelo hablaba de manera dulce, llamando la atención de su bebé, a quien intentaba tomar una foto.

Raimondo cargaba a Sarah —Anneliese había decidido que, necesitaba, el nombre fuera dicho, en voz alta, tanto como Audrey hubiese deseado—, quien tenía ya seis meses, y vestía un mameluco de color gris claro, con motivos rosas, y una boina a juego.

A Angelo le gustaba vestir a su nena de gris y rosa; él decía que eran los colores de una niña, pero Annie sabía que lo hacía por resaltar sus enormes ojos grises, idénticos a los suyos.

... Abraham no había vuelto —aún—, pero había llegado una niña que, bien, podría ser el clon de su padre: piel blanca, labios rosas, ojos grises, cabellos negros..., aunque ella sonreía todo el tiempo.

—¿Por qué tienes a la niña fuera? —fue lo primero que salió de boca de la furiosa madre; no miraba a ninguno, pero los presentes sabían perfectamente con quién hablaba ella—. ¡¿No ves que está nevando?!

En silencio, Angelo bajó la cámara y observó cómo su mujer arrancaba de las manos de Raimondo a su bebé, para luego marcharse ambas tan rápido como la madre había llegado.

Ambrosía ©Where stories live. Discover now