[3.2] Capítulo 8

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SARAH ANNELIESE
(Sarah Anneliese)

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Un lunes, cuando Angelo Petrelli regresó a casa por la tarde, de sus prácticas en el hospital, se encontró con Anneliese reunida en el estudio con un grupo de hombres —algunos, identificó, eran los abogados de la familia—, y Lorenzo.

Sin la intención de espiar, pero sintiéndose intrigado, aguardó fuera, pero todos guardaban silencio, entonces uno de los hombres desconocidos para el muchacho —aunque, en realidad, tenía la ligera impresión de haberlo visto alguna vez por el campus de la universidad—, se dirigió a Lorenzo y, pensativo, comentó algo sobre... una adopción indebida.

¿Adopción indebida?

Los ojos grises de Angelo se abrieron ligeramente, al tiempo que él se erguía, al comenzar a escuchar cómo es que se había falsificado un certificado de nacimiento.

El movimiento pareció alertar a Lorenzo, quien se encontraba de costado a la puerta abierta, y sus ojos verdes se cruzaron con los de su primo, entonces... el pelirrojo comprendió lo que sugerían: exponer un delito. Guardó silencio, sin embargo.

Angelo comprendió que, aquella charla... y decisión del cómo proceder ante la situación, no era algo que le correspondiese a nadie, salvo a Annie, y se retiró de ahí mientras oía la segunda sugerencia de otro abogado «El daño irreparable», y confiando en que, lo que fuera que ella eligiese, sería lo mejor para todos.

Subió a su recámara, preguntándose en dónde Anneliese había dejado a su hijo, y lo encontró sobre su cama, recostado al lado de Lorena, misma que dejó escapar un bostezo y tomó asiento al verlo.

—Me estaba quedando dormida —le confesó.

Angelo no respondió nada.

—¿Cómo te fue? —siguió ella, sonriendo, habituada a sus silencios.

El muchacho asintió como respuesta, asegurando que todo había estado bien, y se acercó a su cama, pero no llegó a tocar a su bebé —volvía recién del hospital y aún no se duchaba—.

—Annie y Lorenzo están con algunos abogados —continuó ella, tras un par de segundos. Los ojos grises, de Angelo, fueron de su hijo a su prima, atento—. Al parecer... Annie no quiere tomar la identidad de Sarah Delbecque —en silencio, Angelo aguardó por el resto de sus palabras; ella le dio gusto—: dice que usar una doble identidad podría traerle problemas legales en el futuro.

«Evidentemente» pensó él, recordando algunas de las opciones que le habían dado los abogados a su hermana, y mientras se dirigía al cuarto de baño, logró ver uno de los conejos de felpa, de Annie, acomodado sobre su sillón floreado cerca de la ventana, y bajo éste, el libro que ella había tomado de casa de Audrey... Se preguntó dónde había quedado la niña rubia vestida de rosa, que gritaba su nombre cada cinco minutos.

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Cada año, en la mañana de Pascua, lo primero que Anneliese veía al despertarse, eran algunos huevos de chocolate en su mesilla de noche; la primera vez que ocurrió, tenía sólo seis años —y habían regresado, ella y sus hermanos, hacía poco de casa de su tío Uriele, luego de haberse quedado por todo un año—, sin embargo, supo de inmediato que el atinado y espléndido responsable, no era precisamente un conejo, sino una persona que le llamaba «conejita».

Entonces, siempre se levantaba rápidamente y lo buscaba por la casa para poder darle las gracias con un abrazo y un beso, pero, aquella mañana de Pascua —la Pascua de sus once años—, Anneliese Petrelli no encontró ni un solo huevo de chocolate en su buró. En su lugar estaba una canasta mediana, alargada, adornada, en uno de los extremos de la agarradera, con algunas enormes y olorosas flores de color rosado, atadas con un bonito listón blanco.

Ambrosía ©Where stories live. Discover now