[2] Capítulo 14

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CAMPANE
(Campanas)

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Annie remojó las olivas del estetoscopio en el agua del sanitario, luego las agitó ligeramente, retirando el exceso delatador del agua, antes de salir del cuarto de baño, en la enfermería, y dejarlos de manera discreta.

Nadie notó que había tomado prestada la herramienta del médico y ella salió del lugar sonriendo, sintiendo una infantil satisfacción. No sabía si el aparato se arruinaría, pero disfrutaría viéndolo meterse las olivas a las orejas la próxima vez que la visitara. Claro, si había una próxima vez porque era el segundo día que él le cancelaba. Odiaba que la dejara esperando. Algunas veces Annie creía que él llegaba tarde —o, sencillamente, no acudía a sus citas programadas— por las muchas veces que ella lo había hecho acudir los fines de semana, pero si ella creía que algo en su embarazo no iba como se suponía que debía ir, lo seguiría llamando.

... Aunque se sintiese humillada, relegada, aunque sintiese que él la trataba como si fuese una simple hipocondriaca.

A veces, con ganas de llorar, sintiéndose pequeña y frustrada, Annie pensaba en que, si Angelo estuviese con ahí, ese médico no llegaría tarde cuando ella expresara malestar, y mucho menos se atrevería a faltar. Pero Angelo no estaba ahí. Estaba sola...

—¿Estamos contentas? —le preguntó Claudy, evitando chocar contra ella al doblar en el pasillo, y golpear a su bebé, quien tenía ya dos semanas.

Annie sacudió la cabeza.

—Un poco —sonrió de nuevo—. ¿Ibas a ver a doctor? No vino. De nuevo.

—No, quería tomar el sol en aquel jardín —señaló con la barbilla hacia la enfermería, detrás de la cual estaba el jardín más bello de todo el convento—. ¿Vamos?

—Sí —aceptó ella, caminando al lado de su compañera.

—¿Ya te dijo el doctor qué será? —le preguntó Claudy, mientras tomaban asiento en la hierba, donde daban directos los rayos matutinos, del sol.

—No —se quejó Annie, llevándose una mano al vientre—. No quiere decirme qué es: se cubre con las piernitas en cada eco.

—Quiere darte una sorpresa —difirió la otra, recostando sobre una manta a su hijo.

Contemplando al bebé, Annie se presionó suavemente el vientre abultado con la yema de tres dedos; estaba por cumplir treinta y cuatro semanas y, exactamente en seis días, sería Navidad —el convento estaba repleto de brillantes decoraciones rojas, verdes, blancas y doradas, y Annie se dio cuenta de que las odiaba, lo cual era curioso porque, cada año, esperaba a que las tiendas departamentales comenzaran a exhibir adornos navideños, y aunque ella sólo compraba algún conejo con gorro de Santa Claus para acomodarlo en la sala de estar o en el comedor (su casa jamás se decoraba con motivos navideños, aunque eso no era debido a que su madre fuera judía, sino a que los demás habitantes de su hogar eran demasiado vagos para arreglar nada), le encantaba ir a casa de su tía Irene y ayudar a poner el árbol, o a la de sus abuelos, y disfrutaba del ambiente en general, pero... ahí detestaba cada colgante y cada reflejo. Sería, tal vez, porque Santa Claus no estaba por ningún lado, o la Befana, y sólo tenían, al final de cada pasillo largo y frío, a la Sagrada Familia..., o sería, quizá, porque estaba lejos de su casa, de su familia, de Angelo... y porque tenía diecisiete años, estaba embarazada, sola, incomunicada...—.

—¿Qué haces? —le preguntó la muchacha.

La rubia se sintió sorprendida; la otra la había descubierto picoteándose un costado.

—Cuando no se mueve durante un rato, lo molesto un poco y me patea —se rió.

—Oh —Claudy torció un puchero lleno de ternura—. Se comunican.

Ambrosía ©Where stories live. Discover now