Capítulo 40

144K 12.4K 5.6K
                                    

DECISIONI
(Decisiones)

.

Ya en su habitación, Angelo Petrelli se sintió... desesperado.

No quería hablarle de aquel modo —¡no le gustaba discutir con ella!— pero... ¿qué más podría haber argumentado? ¿Qué otra opción le había dejado? Darle gusto, en ésta ocasión, le era imposible... aunque lo había considerado. Sí lo había pensado.

La mañana en que ella le habló por primera vez de ésas inyecciones..., por un segundo él consideró el aborto —realmente le tenía miedo a su padre—.

Fue sólo por un segundo, quizá dos.

Fue justo antes de pensar en que su hermana podría morir practicándose un aborto... O en sus ojos. En los del bebé. Ojos que ya estaba ahí y que serían de ese inusual gris que él tenía en el iris, o el celeste de Anneliese, tal vez. Desde entonces, no pudo sacarse de la mente a un niño ojos grises, siguiéndolo por todas partes, o a una niñita rubia, con los ojos de su madre... Ojos que lo buscarían cuando sintiera miedo, o frío, o hambre...

Pensaba en que esa niñita necesitaría —y merecía— a un padre que cuidara de ella, y no a un cabrón que estuviese pensando en destrozarla aún antes de que pudiera respirar, siquiera.

Aquella mañana llegó a la conclusión de que el aborto era horrible. No el de las demás personas —los demás podían hacer lo que mejor les pareciera—: el suyo. El de su niño. El de Anneliese.

La idea de que su hermana pudiese morir, lo aterraba —lo que ella sugería no era algo para tomarse a la ligera—; había altas probabilidades de que eso pasara. ¿Cuántas mujeres no morían por un aborto mal practicando, o administrándose porquerías? En cuanto a lo que ella sugería, que se hiciera cargo de las dosis... ¿de qué cosa? ¿Cómo se administra algo que no tienes ni idea de qué es? Bianca —ésa mujer maldita— podía decir una cosa, la jeringa podría rezar otra, pero lo que albergase ésta, podría matar a su hermana en minutos... quizás incluso en segundos, y aunque no fuera así... él no quería hacer eso. No quería matar a su niño. No lo planeó, no lo quería —¿quién busca un embarazo a dos meses de cumplir diecisiete años?— y sabía cuántos problemas iba a tener (¡Oh, Dios! Raffaele) pero... no iba a matarlo.

Para algunos podría tratarse sólo de un conjunto de células, pero... ¿cómo más empezaba la vida? Un cigoto, un embrión... un feto, un bebé, un niño —de ojos clarísimos— que busca a su padre cuando lo necesita. ¿Cómo iba a matar a su bebé? —Para él, era un bebé. Un bebé en una temprana etapa de desarrollo, una etapa como cualquier otra de vida: niño, joven, adulto, anciano. Todas etapas y ninguna menos importante, o sin derecho a la vida). Además... no quería vivir preguntándose qué color de ojos habría tenido, si hubiese sido niño o niña..., y calculando siempre cuántos años tendría, de no haberlo matado.

Su teléfono celular, recargando batería sobre su buró, vibró y, por la melodía que se escuchó, el muchacho supo que era Raimondo Fiori quien lo llamaba. En ese momento no quería hablar con nadie, pero necesitaba hacerlo con él.

Unos meses atrás, Raimondo había desarrollado un software y, por un tiempo, lo había lanzado al mercado de manera gratuita como estrategia publicitaria. Sin embargo, para pagar los gastos de servidores, impuestos y mantenimiento —entre muchos otros—, se había vuelto socio de Lorenzo y Angelo; Raimondo había rechazado comenzar el proyecto con el dinero de su abuelo en un intento de probarse a sí mismo y estaba funcionando: en ese momento, su software estaba volviéndose cada vez más popular y, hasta cierto punto, necesario entre algunos estudiantes, sin embargo, aunque en ése momento no producía más que egresos, Angelo necesitaba parte de su inversión. No era mucho, pero con lo que tenía, él calculaba que podrían vivir —si no llenos de lujos, sí sin pasar apuros— por al menos cuatro años.

Ambrosía ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora